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A propósito del editorial del 16 de junio, titulado “¿Cómo evitar que la violencia se vuelva rutina?”. Si estuviera en capacidad de captar la violencia que nos azota, ¿qué pensaría un niño de mi pueblo, que debe permanecer en la calle desde la salida del colegio hasta las ocho o nueve de la noche, hora en que su mamá regresa de su trabajo lavando platos en un comedero o pelando gallinas en la galería? ¿Que, en el mejor de los días, recibe una taza de agua de panela antes de irse a la cama sobre un colchón de cartones que comparte con sus hermanitos pequeños? ¿Y que, cuando llega a la mayoría de edad, se choca con un sistema que no ofrece ninguna puerta abierta a un joven que no sabe hacer nada más que echarse un bulto, o un fusil, al hombro, a pesar de, en algunos casos, haber terminado su bachillerato en un colegio donde aprendió poco más que a firmar su nombre?
Estoy solo parcialmente de acuerdo con que el deterioro del discurso político, la cancelación de personajes en las redes sociales y la intolerancia hacia las opiniones contrarias sean las causas de la violencia que nos destruye. Tampoco considero que los jóvenes de la primera línea, los civiles dispuestos a disparar contra los manifestantes, la influenciadora que se graba destruyendo propiedad pública, ni siquiera los trinos de un presidente que ha abdicado su función de “primer empleado” de todos los colombianos sean los verdaderos detonantes de la violencia que forma parte de nuestra rutina diaria.
Me permito extender la idea de Sergio Ocampo Madrid cuando menciona el “rotundo desencuentro de visiones y objetivos comunes, lo cual nos atrasó con respecto a otras naciones que sí consiguieron montarse en los procesos mundiales del desarrollo, la tecnología y la prosperidad, con sus Estados de bienestar” (“No nos devolvimos 30 años sino 80”, El Espectador, 16 de junio de 2025), anotando que el rotundo desencuentro no ha sido tal, sino el resultado de un plan diseñado por la clase dirigente que, desde antes de la fundación de la república, ha manipulado las instituciones del Estado para asegurar su permanencia en el poder y la estabilidad de un sistema que garantiza sus privilegios.
Nótese que, cuando se habla de guerra de clases, siempre se hace para denigrar la lucha de las clases populares por denunciar la renuencia de la clase dominante a aceptar que las ventajas “del desarrollo, la tecnología y la prosperidad” lleguen a todos. Nunca se utiliza la frase “guerra de clases” para denunciar el acaparamiento de las riquezas de la nación en detrimento del progreso de las mayorías y de la salud del medio ambiente, ni para señalar la condena de niños y jóvenes empobrecidos a seguir el camino de sus padres.
Pregunto entonces: ¿es dispararle a un político, a un manifestante o a un policía una manifestación más elocuente de la violencia que vivimos que someter a millones de niños al hambre, al pésimo sistema educativo y al abuso de las corporaciones ávidas de riqueza a costa de su salud? ¿O es simplemente más visible?
Ricardo Gómez Fontana
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