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En el editorial del 27 de marzo, titulado “El Congreso quiere portar armas y atizar la violencia”, se ha afirmado que la violencia por armas ha disminuido un 23 % desde la prohibición, sugiriendo que vivimos en un entorno más seguro. Sin embargo, esa lectura parece ignorar lo que ocurre en las calles: múltiples bandas criminales fuertemente armadas operan solo en Bogotá, y ni qué decir del resto del país. Además, los titulares diarios evidencian el aumento de casos por porte y fabricación ilegal de armas. El “hurto”, muchas veces minimizado en el lenguaje institucional, ocurre con arma en mano, dejando víctimas físicas y psicológicas.
Mientras tanto, ¿qué protección real tienen los ciudadanos de a pie? La familia que llega a casa en su vehículo a altas horas de la noche está desarmada. El médico que sale antes del amanecer a cumplir con su turno, desarmado. La mujer que vive sola en un barrio inseguro, desarmada. El tendero que trabaja hasta tarde sin seguridad privada, también desarmado. Es decir, quienes cumplen la ley están completamente expuestos, mientras los criminales circulan con armamento de guerra.
El discurso sobre “la gente de bien” ha sido instrumentalizado por ideologías de derecha e izquierda, pero en la práctica, quienes están armados, matan, amenazan y extorsionan, no son precisamente ciudadanos comunes. Cuando alguien que ha cumplido los trámites legales para portar un arma actúa en defensa propia, es tildado de “vigilante” o “justiciero”. Se asume que, en los segundos críticos de una amenaza, esa persona tomó la decisión de juzgar y ejecutar, cuando en realidad reaccionó por instinto y necesidad.
Por eso, digo sí al porte y tenencia legal de armas, bajo regulación y formación. Sí a una doctrina del castillo que permita a los ciudadanos defenderse en su hogar, vehículo o negocio. Sí a penas más duras, sin beneficios procesales ni vencimientos de términos, para quienes porten armas de manera irresponsable o con fines criminales.
No se trata de fomentar la violencia ni de armar indiscriminadamente a la población. Se trata de reconocer que, hoy por hoy, existe un desequilibrio evidente: los criminales están mejor armados que quienes quieren vivir en paz. Si el Estado no puede ofrecer protección efectiva, al menos debe permitir que los ciudadanos ejerzan su derecho fundamental a defender su vida y la de sus seres queridos.
Víctor Terán, Bogotá
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