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El cielo estaba nublado y mi perspectiva estaba melancólica. A centímetros de mí, en medio del hacinamiento de un colegio público, muchos más estudiantes caminaban hacia sus clases. Esa tarde, como todos los días, me sentía impotente al no poder acercarme a otros mundos andantes y conocerlos, sentía que no podía disfrutar de algo a lo que la mayoría tenía acceso. En realidad, no importa cómo estaba el cielo: estos matices románticos no han de obstruir mi muy realista denuncia.
En mi clase de Ciencias Sociales el profesor mencionó a las víctimas del Holocausto, reconociendo como tales a los judíos y a los gitanos, pero le faltó reconocer a muchos otros grupos sociales, entre esos a los homosexuales y a todos aquellos que se salían del marco heteronormativo de la época. De inmediato quise expresarle mi inconformidad, pero no encontré una manera de justificarla ni una forma de que mis palabras no sonaran como fruto de un capricho impertinente. Por esos días lo busqué para recordarle su olvido: me respondió con la mecánica simplista que se puede utilizar para evadir algo que parece fuera de lugar.
Trataba de pedirle, sintiéndome indigno y a la vez seguro de que era mi derecho, que a través de sus clases me reconociera como alguien cuyas preferencias sexuales son igualmente dignas que las de los heterosexuales; necesitaba que en su clase mi profesor de Ciencias Sociales hiciera lo que en mi casa nadie tenía la facultad ni la intención de hacer; quería que él les enseñara a mis compañeros sobre prejuicios, estereotipos y lo que hiciera falta para que dejaran de pensar la sexualidad no heteronormativa como inferior, sucia, desviada, indigna y apenas tolerable; quería que hiciera lo que no hizo mi terapeuta cuando me sugirió que lo mejor y lo más probable sería que mi homosexualidad solo fuera una etapa adolescente, lo que no hicieron en la iglesia a la que asistía buscando alguna seguridad para afrontar la vida y en la que me propusieron que con mucha represión y autosugestión Dios quizás cambiaría mis gustos; quería que por lo menos una sola vez mencionara la palabra gay u homosexual en clase de Ciencias Sociales, porque ese insignificante acto hubiese sido revolucionario, habría tenido un efecto ondulatorio donde muchas personas hubieran comenzado a pensar en la población LGBTQI+ como seres humanos tan dignos que pueden ser llamados con los términos correctos y sin un tono burlesco y de superioridad.
¡Si el conocimiento que se imparte no libera, estamos perdiendo el tiempo, y si los profesores no asumen su rol social de visibilizar y dignificar a los grupos históricamente discriminados, los estudiantes no podremos ser la sal que sale a la sociedad! ¿Qué debe hacer la educación sino dignificar a las personas y a las sociedades?
Mientras algunos profesores de bachillerato desperdician el tiempo discutiendo por tinturados de cabello o piercings, el país se consume en la estupidez y la indiferencia, y cada que alguien hace una mínima exigencia de sus derechos se le tacha de revolucionario, guerrillero o izquierdoso, como si el colombiano común tuviera claridad sobre esos tergiversados y estigmatizados adjetivos.
La referencia más cercana de algunos profesores a la realidad social del país es su visión fatalista de los próximos años. Motivan a los estudiantes a hacer sus vidas en otros países, cuando deberían motivarlos a construir el país que quieren, y tienen la osadía de llamarlos “generación de cristal”, cuando sus esfuerzos por fortalecernos con conocimiento rayan en la mediocridad.
Yandel Forero.
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