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La posesión de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela ha vuelto a despertar las dificultades en las relaciones diplomáticas con el vecino país, así como la curiosa falta de diplomacia para manejar los vínculos con la nación patriota.
A la pregunta de si el presidente Petro debería asistir o no, la verdad, aunque sea de perogrullo, es que depende exclusivamente de él. Petro ha demostrado una incoherencia que pretende disfrazar de estrategia: critica a Israel por el genocidio en Gaza, pero guarda silencio frente a las crisis de Venezuela o Cuba, regímenes que le son muy cercanos.
Romper relaciones diplomáticas con Venezuela no es la solución; ya se intentó durante el gobierno de Duque y fue un auténtico fiasco. Sin embargo, una excesiva cercanía con el régimen de Maduro podría desgastar aún más la ya minada credibilidad del presidente Petro, si no es que la termina de enterrar, especialmente si decide asistir al acto de posesión.
El gobierno no traza una línea clara. El canciller Murillo, cuya salida del gabinete parece inminente, ha delegado la decisión en el presidente con el argumento de las actas, mientras que el embajador de Colombia en Venezuela sostiene que se debe enviar una delegación al acto protocolario. ¿A quién se le cree?
Si algo de sensatez le queda al gobierno de Petro, sería más que conveniente abstenerse de asistir, incluso de enviar una representación diplomática. En su lugar, se podría remitir una nota oficial en la que se haga un llamado a la democracia y al respeto por las instituciones. Sin embargo, conociendo el talante voluntarioso del presidente, es poco probable que acceda a algo menos que su propio capricho personal.
El 10 de enero representa la consolidación de un régimen dictatorial, algo que, desafortunadamente, Colombia podría avalar si no actúa con ponderación.
Alberto Vanegas
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