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El domingo 23 de enero, en El Espectador, William Ospina publicó una desacertada columna titulada “Rodolfo Hernández: la hora de la franja amarilla”. Como muchos, según compruebo en redes, pensé que estaba utilizando la sátira como lenguaje para desenmascarar a un personaje que se acerca mucho a uno de los protagonistas de una trilogía que relata los exabruptos de la mal llamada conquista española, un falso positivo con el que inició nuestra historia latinoamericana.
Sin embargo, al seguir la lectura, va sorprendiendo cómo no es una sátira sino todo un panegírico sobre un discurso populista que ha tomado gran parte de la derecha, en primer lugar, para llamar la atención de los indecisos y, en segundo lugar, para despotricar de la izquierda. Se riega en alabanzas frente a alguien que , según considera el autor, es un verdadero hijo del pueblo y que habla sin tapujos de todo aquello que los colombianos pensamos pero que, según el autor, nadie se atreve a decir. Como si a los líderes sociales y a los jóvenes de las protestas los eliminaran por salir a pasear.
A través de la columna repite el discurso veintejuliero de Hernández, repasa con su estilo inconfundible todos aquellos puntos que el precandidato corea como muñeco de ventrílocuo, casi como un disco rayado al que le faltan todos los basamentos del caso, reduciendo todo a la fórmula mágica de que, para resolver los problemas de este país, únicamente hay que saber sumar y restar. ¡Tamaño reduccionismo! Y como algo dado por hecho, termina diciendo que podría ganar en primera vuelta.
Olvida el propio Ospina que en su celebérrimo libro ¿Dónde está la franja amarilla? inicia mostrando este país como una sociedad señorial colonizada, en donde unos pocos detentan el poder y la riqueza, de esos que por poseer creen tener el derecho de agarrar a los otros a coscorrones, de esos que piensan que los problemas se resuelven con manotazos e insultos, así como en la mejor época del servilismo y la esclavitud coloniales. Dice claramente en el libro: “Bastaría que cada colombiano se hiciera capaz de aceptar al otro, de aceptar la dignidad de lo que es distinto, y se sintiera capaz de respetar lo que no se le parece”, pero estoy seguro de que en lo que menos piensa alguien que admira a Hitler —aunque manifiesta que lo confundió con Einstein— y que coge a golpes a sus contradictores es en esa franja amarilla que propone Ospina para salvar a este país de la hecatombe.
¿Qué pensaría Estanislao Zuleta —el maestro de muchos, incluido Ospina—, quien nos invitaba a comprender la democracia no como un valor de cambio sino como un horizonte para la vida en sociedad y la acción fundada en el respeto por el otro, lugar donde el amor y la amistad tienen su asiento?
Con seguridad, para escribir su trilogía, Ospina debió leer todo ese montón de crónicas de Indias, de historias y fantasías, en donde muchos de sus protagonistas españoles representan al gamonal inicial, y bajo el amparo de un dios desconocido y un rey ajeno cometieron toda serie de atropellos, eso sí, creyendo que actuaban correctamente con el fin de someter a los bárbaros y dotarlos de humanidad. Tal vez sea necesario que nuestro apreciado autor se tome un tiempo y se permita comprender que una es la realidad y otra la ficción, que lo que representa Rodolfo Hernández es al mismísimo Ursúa, a Lope de Aguirre, a Pizarro, a todos aquellos que silenciaron a sus detractores con balas, puñales, venenos y hasta coscorrones. Y que lLo que él representa no es la franja amarilla, sino una cinta morada, atada a su cintura, como símbolo de un poder del cual muchos colombianos estamos agotados.
J. Mauricio Chaves-Bustos
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