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No es de poca monta el atrevimiento y la ofensa a las que se sometió al maestro matador retirado César Rincón, con el derribo de su estatua en la plaza de toros que lleva o llevaba su nombre en Duitama (Boyacá).
Que bajo los argumentos, por peregrinos que sean, que este país sacó adelante la prohibición de las corridas de toros también se acabe con las plazas de toros y se vandalicen sus alrededores, me parece un exabrupto, por decir lo menos. No son las esvásticas de la Alemania nazi, ni tampoco los recuerdos del obsoleto comunismo en la Unión Soviética, bien o mal era una actividad recreativa heredada de la madre patria, que al final muchos vimos simplemente por herencia o porque era parte del plan de ferias y fiestas en diversos lugares del país.
Para continuar con esta cacería absurda de monumentos incongruentes con el ideario político que nos tocó en este gobierno, y ya que somos la potencia de la vida, tumbemos las estatuas de Diomedes Diaz, que asesinó a una de sus fans y promueve el alcoholismo y el desenfreno con su música; tumbemos también las estatuas de los conquistadores españoles, que no han de ser pocas, porque representan la muerte, la esclavitud y el saqueo al que nos sometió la corona española durante la Conquista; tumbemos la estatua de Rentería, ya que es representante de un deporte no autóctono heredado del imperio norteamericano; tumbemos el Cristo Petrolero de Barrancabermeja, ya que somos un Estado laico y libre de explotación de recursos fósiles, y así, tumbemos todo lo que no nos representa como país, o que no le guste al gobierno de turno. Según sea el caso.
Qué mal mensaje para un representante de la tauromaquia que dió momentos de alegría al salir en hombros de la Plaza de las Ventas y triunfando por las plazas del mundo, que no solamente aún vive, sino que es un colombiano de bien que dejó en alto el nombre de su país esgrimiendo una disciplina y un arte que lamentablemente han caído en desgracia.
Muy triste todo, dijeron por ahí.
Camilo Andrés Chaparro Hernández
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