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La resignación ante la mediocridad de productos y servicios se ha convertido en una costumbre tan arraigada como desconcertante. Esta conformidad ante lo deficiente se observa en diversos ámbitos de la vida cotidiana.
Tomemos, por ejemplo, nuestro día a día con la tecnología. En el caso de los servicios de telefonía móvil, muchos deben realizar verdaderos actos de malabarismo, como conectarse en horas de la madrugada para poder descargar un archivo o visualizar un video con fluidez. La congestión de la red durante el día ha hecho que este tipo de estrategias sean aceptadas con una normalidad que raya en lo absurdo.
En las plazas de mercados, la situación no es más alentadora. Detrás del embellecimiento de empaques promocionales la realidad es otra: alimentos podridos en el centro que solo se ven al abrir el paquete, cuando es muy tarde. Pareciera que el respeto por el consumidor se quedase en la superficie del envoltorio.
Adentrándonos en el escenario energético, zonas rurales viven bajo el yugo de la incertidumbre eléctrica. No es raro que la gente desconecte sus electrodomésticos por la noche para protegerlos de las fluctuaciones de voltaje, y sufra cortes de energía de varios días que alteran la vida y ponen en riesgo la conservación de alimentos y medicinas. Claro, es el campo, desde luego, pero ¿qué pasaría si en Bogotá se fuera la energía por tres días?
Bogotá, corazón administrativo y político del país, donde un apagón se soluciona con prontitud y los inconvenientes son compensados en la factura siguiente. Pero en el querido resto del país, los ciudadanos tienen que esperar días en la penumbra y el silencio, aceptando como inevitable esta brecha entre la civilización y el resto del territorio nacional.
Mientras tanto, el aspecto de la seguridad exhibe falencias aun más preocupantes. Reportar un robo o levantar una denuncia se convierte en un circo de ineficiencia que desalienta al más perseverante de los ciudadanos. La sensación de impotencia se agudiza al ver cómo la falta de respuesta mina la confianza en las instituciones y la esperanza de un progreso.
Y el país sueña con convertirse en una potencia del turismo. Sin embargo, la realidad nos muestra que aún estamos lejos de ofrecer la infraestructura, seguridad y calidad de servicio que tal reconocimiento exige. La indisciplina social y la falta de consecuencias efectivas para los transgresores envenenan cualquier intento de progreso en este sector y en cualquier otro si el ser vivo y “meter un gol” se sigue considerando una virtud de valientes y aventajados.
Finalmente, el sistema de atención al consumidor, que debería ser un puente entre la empresa y el cliente, resulta ser una barrera más. Atenciones de call center que desafían la inteligencia del usuario inventando artimañas para desistir de la queja formal y su número de radicado que, en muchos casos, no conduce a una solución rápida y efectiva.
Como sociedad, hemos normalizado el recibir menos de lo que merecemos. Parece que esa es la solución: seguir aguantando todas las sobras que nos tiren y creernos la sociedad turística y pujante que no somos.
Santiago Palacio @santiagopcol
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