He estado vinculado al proceso educativo por cerca de cincuenta años, como dicente y como docente. Los primeros veinte años, tratando de aprender: en la escuela, en el colegio, en la universidad, en las especializaciones, en la maestría. De esa época recuerdo a profesoras y profesores buenos y malos. Buenos, porque lograban transmitirme entusiasmo, conocimientos, sabían orientarme en el aprendizaje. Malos, porque eran torpes, faltos de conocimiento, carentes de interés. En aquellos años, algunos se dedicaban a la docencia por no tener otras posibilidades laborales o porque representaba una fuente de empleo a la que podían acceder mediante recomendación política.
También me he dedicado a la docencia universitaria por cerca de veinticinco años, en diversas universidades, en distintas materias, como profesor en pregrado, especializaciones y maestrías en el área del derecho. Todo esto para decir que la docencia y el aprendizaje no son tareas fáciles, ni para quien intenta aprender, ni para quien intenta enseñar. Siempre me preocupé por tratar de enseñar, pero esa es una tarea complicada. A veces los estudiantes no prestan atención o no están interesados en el curso, que toman solo porque forma parte del pénsum, o porque lo necesitan para ascender laboralmente o para ocupar otro cargo dentro de un empleo de carrera. Pero también es claro que hay personas interesadas en aprender.
Durante un tiempo dicté materias de pregrado en algunas universidades, pero desistí cuando comprobé que muchos estudiantes leían y escribían de manera incorrecta. No sabían leer, no entendían palabras básicas del texto ni comprendían el sentido de lo leído. A eso se sumó un grave problema de clase: el uso de teléfonos celulares, tabletas y computadoras. Los estudiantes estaban más dedicados a mirar sus celulares, a chatear, a mandarse mensajes —que puedo asegurar no tenían relación con la materia—. Es evidente que la falta de atención afecta seriamente el proceso de aprendizaje. No había manera de lograr que no usaran los dispositivos, por lo que desistí de seguir dictando clase en pregrado.
En los posgrados y maestrías, exigía que en mis clases se apagaran los celulares. Quienes no estuvieran dispuestos a hacerlo debían retirarse del aula. Si tenían asuntos de vital importancia, debían expresarlo claramente. Con una o dos excepciones por urgencias demostradas, nadie usó el teléfono celular, lo que permitió avanzar con normalidad en los cursos. Esa es una plaga que afecta gravemente al sistema educativo.
En cuanto a mi tarea como docente, siempre me preocupé por preparar las clases. Intenté transmitir conocimientos con la conciencia de que es una labor muy difícil, que exige gran responsabilidad y dedicación. En el área del derecho, que es mi especialidad, procuré salirme de la simple repetición de los textos, que es la forma más frecuente de enseñar esta materia. Por ello presenté otras ideas, escribí algunos libros donde mostraba formas distintas de comprender esta disciplina, y pienso que logré ese objetivo con mediano éxito.
Todo esto lo digo porque pienso que el futuro del país no es claro. La educación —que es la base de la transformación de la sociedad— no va por buen camino. No basta con que el sistema sea gratuito: se exige altísima calidad, plena dedicación de docentes y dicentes, y una mejora sustancial en los niveles de comprensión y conocimiento de los estudiantes. Pero si estos no tienen las bases mínimas —como saber leer y escribir—, la tarea va a resultar infructuosa.
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