Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
“Una imagen dice más que mil palabras”, señala el famoso adagio que conocemos y tiene su origen en: “Mil palabras no dejan la misma impresión profunda que una sola acción”, atribuido al poeta y dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906). Ahora bien, con el permiso de Ibsen diré que una pequeña historia no solo dice más que mil palabras, sino también más que mil ideas o mil ejemplos. En ella se puede narrar la verdad, la mentira, el miedo o la esperanza de un hombre, un pueblo, una nación o incluso el mundo entero. Además, ¿a quién no le gustan las historias?
En el siguiente microrrelato se describe la tan de moda y en ocasiones mal comprendida expresión “doble moral”, atribuida al filósofo y escritor británico Bertrand Russell (1872-1970), sin tener que ahondar con mil palabras, mil ideas o mil ejemplos para entenderla en su más simple y llano significado: hipocresía.
***
Siempre llega antes de que el badajo golpee el cobre y se desploma en un reclinatorio. Luego, con melindre, se levanta el velo y se persigna la frente, la boca y el pecho mientras los ojos se cuelgan de aquel que se sostiene clavado de pies y manos en un fresno (si un pintor presenciara el momento, las ansias por inmortalizar la escena lo doblegarían).
Un crucifijo pende del cuello como amuleto contra el acecho del mal mientras las cuentas del rosario, que se deslizan entre los dedos, armonizan con el caudal de jaculatorias que los labios, a lo sumo, alcanzan a proferir. Además, da la sensación de que de la cabeza mana un aura, una luz que refulge y la cubre hasta los pies.
Tratan de imitarla, pero no lo logran; por más que lo intentan, les resulta imposible. El fervor la separa del resto, que termina por sucumbir ante la recua de virtudes que la preceden. Cabe resaltar que le reza a la Virgen del Carmen, a quien debe la cura de una enfermedad que, al enviudar, le estaba atrofiando los músculos de las manos (desde el momento que obtuvo la gracia, las cuentas del rosario no han cesado de expulsar padrenuestros y avemarías).
Apoya al coro como contralto, participa en las lecturas y da la comunión. Además, colabora en la colecta y no permite que nadie se quede sin la dicha de aferrarle la mano durante el rito de la paz (si la santa Iglesia lo aprobase, apoyaría al sacerdote en el sacramento de la confesión con el mayor de los gustos).
Pero cuando todo concluye se despide del padre celestial y, con pesar, abandona el templo. Justo ahí, en medio de la calle, sumergida en las tinieblas del mundo, el crucifijo desaparece, el rosario se oculta, el aura se desvanece y de la boca ya no le salen plegarias, bendiciones y alabanzas, sino ponzoña, hedor y purulencia.
J. S. Valmant.
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com
