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No importa ser rey o peón, pues el olvido nos juzgará por igual. No hablo de una justicia divina, sino de una humana, tan segura que muchos prefieren ignorarla; les hablo del olvido en el que algún día nos convertiremos. No importan los hechos ni las historias, los aciertos ni los desaciertos, porque todos aquellos que viven en la historia, ya sea en pequeña o gran escala, villanos o héroes, inevitablemente serán olvidados y convertidos en mitos de una civilización futura. Lo que hoy es real quizá mañana solo sea la historia de un vagabundo, un cuento sin sentido de una realidad que existió, pero que el tiempo decidió ignorar; una duda más en el repertorio de la existencia humana. Los sueños apuntan hacia el futuro, y es allí donde plantamos nuestra mirada. Es natural y casi instintivo avanzar como sociedad, pero resulta irónico que repitamos los mismos errores del pasado.
La historia, por ejemplo, nos ha mostrado que la guerra es cíclica; cada conflicto trae consigo ciertos avances tecnológicos y cambios sociales, pero a un costo humano devastador. Por ejemplo, las guerras mundiales del siglo XX impulsaron el desarrollo de la medicina y la tecnología, pero también causaron millones de muertes y un sufrimiento incalculable. Mis análisis y reflexiones me han llevado a la conclusión de que en nuestro ser hay un gen compartido, que en esencia inspira maldad y desapego, pues no podría explicar mediante otra lógica el porqué de los acontecimientos que vivimos. Constantemente nos lastimamos entre nosotros. El amor se ha convertido en un concepto ambiguo, casi en un mito. Me preocupa cómo hemos llegado a satanizar los actos de cariño. Ese “yo” como fuente de conciencia material se ha perdido y ha mutado en el producto de una industria que moldea a las personas según las tendencias del momento. He de decir, pues, con completa seguridad, que la humanidad ha muerto, que vivimos en un estado transitorio de olvido, un purgatorio en vida. Hemos dejado de vivir, de pensar, de soñar y, por sobre todo, de ser nosotros mismos, convirtiéndonos en tornillos o, en el mejor de los casos, engranajes de una máquina gigante, indescriptiblemente enorme, que ha tomado el control total de nuestras vidas. Salir de ella es casi imposible.
El único acto verdaderamente revolucionario que tiene validez en esta época es el de pensar con criterio, y la manifestación de ese pensamiento no es otra que la del amor, porque no hay acto más puro y sensible que abandonar el ego y renunciar al “yo” para ser un “nosotros”. Quizá mis visiones son miopes y desacertadas, pero el mero acto de esta declaración me hace sentir que estoy vivo.
Jefhersson Jaimes
