Cuando normalizamos el uso de ciertos términos, se hace necesario desandar su historia para volver a su esencia y reflexionar sobre su significado. La palabra “piropo”, por ejemplo, proviene del griego “pyropus”, que significa “rojo fuego”. Se cuenta que los romanos se apropiaron del término para clasificar piedras finas, asociándolo especialmente al rubí, una hermosa piedra roja. En su época, los “galanes” solían regalar a su “cortejada” esta piedra, considerada un símbolo del corazón. Aquellos que carecían de recursos para brindar tal regalo utilizaban las palabras más valiosas, oraciones bonitas o gestos que provocaran un gran halago. Todo esto, por supuesto, sin el permiso o consentimiento de la mujer; ella debía sentirse premiada y feliz por haber sido escogida por ese hombre convencido de merecerla.
De la historia de la palabra “piropo” se han conservado hasta nuestros días ciertas características: la falta de consentimiento y el convencimiento del “piropeador”. Algunas cualidades son inexistentes y otras han mutado drásticamente: nadie regalará un rubí así como así y las palabras bonitas o valiosas han sido reemplazadas por un lenguaje obsceno, hiriente y acosador. El “piropo”, hoy en día, es una sarta de palabras absurdas que se lanzan sin tener en cuenta hacia dónde y a quién. Esta falta de noción del otro, la incapacidad de reconocerlo, son síntomas de alguien que padece silenciosamente una especie de inconsciencia. Emitir en un espacio abierto o cerrado, público o privado, comentarios sobre el cuerpo de alguien, sobre su forma de caminar, vestir, etc., evidencia los rasgos de un sujeto que se cree dueño y merecedor del otro; evidencia la escasez de empatía y la fragilidad para contener su conducta precaria de ser irracional.
Los “piropeadores” han cambiado también sus formas. Algunos ya no acosan con palabras, sino que lanzan al cuerpo ajeno miradas que recorren los recovecos privados y ensucian con sus intenciones el frágil habitáculo de la intimidad. Las mujeres han dejado de caminar en las grandes ciudades por temor a ser lastimadas por esta horda de hombres convencidos y atrevidos que consideran el piropo como algo inocente y sin intenciones. Desvían sus pasos cuando se acercan a un taller de mecánica, latonería y pintura, a una obra de construcción o una oficina silenciosa donde yace un hombre “culto y solitario”. Los tiempos del rubí ya han pasado, el tiempo del piropo ha caducado, su emisión no es un halago, es una alarma ruidosa que antecede a la tragedia.
Robert Antonio Velasco Castañeda.
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