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Se entiende mejor la historia de la guerra en Colombia si uno recuerda que los dos principales bandos, guerrilla y paramilitares, se han llamado a sí mismos “autodefensas” en algún punto de la historia, relato que legitima el curso de acción de cada uno tanto hacia adentro en la organización como hacia afuera en la opinión pública. Al menos a eso apunta.
Se entiende aún mejor si uno recuerda, además, que ambos grupos disputaron este significado: la condición de ser una autodefensa es que el otro no lo sea, sino que sea una ofensiva. El término “defensa” es, además, muy iluminador, y la legitimidad que arrastra consigo es una casi jurídica, algunos dirían ética. Y precisamente la ética, la manera que generó y siguió generando a estas organizaciones, estaba, al menos en lo narrativo, fundamentada sobre la idea de la defensa (justa, se entiende, necesaria) ante una serie de agravios.
Para la paz se necesita una reconstrucción sobria de la verdad. No apenas una verdad restaurativa, esa tiene que venir después; la primera es la que no todos quisieran ver; la primera es aquella que duda de cuándo se empieza a relatar porque ese inicio suele ser falaz por lo incompleto.
Para hacer la paz en Colombia se necesita insistir en un ethos pacífico en la vida cotidiana de todos. Todo el mundo tiene que educarse y educar a los demás en una suerte de paz cotidiana, porque esperar que el compromiso de la paz se realice por un pacto de élites es cobarde y no es lo que nos merecemos los habitantes de este país. Spoiler: ya ha sucedido y no ha sido la solución a todos nuestros problemas de convivencia.
Los pro-paramilitares tienen que hermanarse con los pro-guerrilleros; los votantes de Petro tienen que señalar sus errores tanto cuando lo hacen sus opositores, aunque con mayor calidad deliberativa; los empresarios, más que cualquier otra clase, tienen que verse en escucha afectada cuando Mancuso denuncia su connivencia con el paramilitarismo; los de la más extrema izquierda tienen que repudiar que el secretariado niegue el reclutamiento y la violencia sexual en las FARC.
No es que esté en la nacionalidad, algo así como en el alma de Colombia o en el ser colombiano hacer la guerra, pero la violencia ha durado tanto, tanto, que parece que lo que nos agrega a todos es una especie de deseo de paz mezclado con escepticismo de “La paz”, al lado de una cierta beligerancia que vive más en unos que en otros, pero que está en todas partes y se hace manifiesta en cómo nos tratamos en el tránsito, entre equipos de fútbol, entre exnovios, adversarios políticos o disputantes de herencia. Por eso, por soso que suene, es verdad: la paz empezará por la casa.
Susana Blake Idárraga Ocampo Medellín
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