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La discapacidad mental y física, aunque no queramos verla en público, no es un secreto. Es incomprendida, no tanto por su aparente complejidad, sino porque desde niños se nos enseña tanto a ignorarla como a ser narcisistas con la información que tenemos sobre ella.
Desde los 15 años empecé a experimentar trastornos de conducta. Ya de por sí, esto fue suficiente para evidenciar la falta de empatía que muchas veces existe en la sociedad. Nos cuesta ponernos en el lugar del otro, especialmente cuando nadie nos está mirando. Y aunque no lo digamos directamente, nuestra tendencia al rechazo se hace evidente, no solo afectando a quienes viven con una discapacidad, sino también justificando la agresividad con la que algunos los tratan.
Es innegable que muchas personas tienen una inclinación a ver algo malo en la vida de los demás y transmiten ese prejuicio disfrazado de palabras amables, pero cargadas de hipocresía y falta de valentía. Eso es lo que he experimentado en mi relación con los demás: la falta de valor para hablar con sinceridad sobre la enfermedad mental desde la propia experiencia, sin miedo al estigma.
Durante décadas, la salud mental ha sido desprestigiada socialmente, lo que dificulta aún más nuestra convivencia. En mi opinión, nos enseñan a ser agresivos con las opiniones a través de las redes sociales, el cine y la televisión. Se nos educa para convertirnos en “enfermos de la información”, utilizando lo que sabemos para juzgar y limitar la vida de otros. Como resultado, muchas personas ven sus oportunidades truncadas.
Poner obstáculos en el camino de quienes ya enfrentan dificultades solo genera más daño. Las palabras pueden herir gravemente y agravar las condiciones de vida de quienes son más vulnerables. Lamentablemente, a los incapaces —a quienes han sido olvidados hace mucho— rara vez se les da el espacio y el respeto que merecen.
Felipe Hernández González.
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