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Es una noche fría y lluviosa. Acabo de venir de la Carrera 7, donde me crucé con un grupo de niñas y un niño Embera bailando patéticamente con la esperanza de que algún pasajero les tire una moneda. No vi a ningún adulto cerca.
Los vemos todos los días, bajo el sol y la lluvia, generalmente mujeres y niños (sobre todo niñas) mendigando, mientras los hombres se quedan en su campamento ilegal en el Parque Nacional jugando fútbol y bebiendo; probablemente con las monedas recogidas por las mujeres y los niños.
Es una explotación terrible llevada a cabo a plena vista de todo el mundo, pero nadie hace nada. Me imagino que si fueran niños no indígenas, enviados allá por una escuela o una familia, el distrito los recogería de inmediato. Pero como son indígenas, entonces dicen: “¡Qué interesantes son sus tradiciones!”
La explotación es explotación independientemente de la cultura y, en todo caso, esas no eran sus tradiciones. Los Embera vivían tradicionalmente de la caza, la pesca y la siembra, no de pedir monedas a los blancos.
Los Embera acampados en los parques de Bogotá son víctimas, sin duda, de la deforestación, la violencia, la minería ilegal y mil cosas más traídas a sus territorios por los blancos. Sin embargo, eso no excluye que ellos también realicen estas prácticas dentro de su propia comunidad.
Los Embera llevan ocho meses acampando en el Parque Nacional. Esta es una situación en la que está en riesgo la salud, el bienestar y la vida de los Embera, lo que a su vez afecta también al parque. Falta una solución integral para la situación de los indígenas.
Mientras tanto, en una ciudad y país supuestamente dedicados a proteger a los niños y las mujeres, seguirá siendo una terrible vergüenza esta situación de explotación y abandono que se ha convertido en el paisaje de todos los días.
Mike Ceaser, Bogotá
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