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¿Y si dejáramos de aceptar la guerra como destino?

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02 de enero de 2025 - 05:05 a. m.
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Vivimos en un mundo que presume de modernidad, con avances tecnológicos que nos acercan a las estrellas y nos permiten soñar con un futuro más prometedor. Sin embargo, esa misma humanidad que envía sondas al espacio sigue permitiendo que las bombas caigan sobre las ciudades y que los misiles definan destinos. Las guerras en Ucrania, Palestina, Yemen y Sudán, entre otros territorios desgarrados, nos recuerdan que la sombra de la guerra sigue persiguiéndonos.

La guerra no es solo una confrontación armada. Es un espejo que refleja lo peor de nuestra especie: la codicia, la intolerancia y la lucha por el poder. Es un mecanismo que perpetúa la desigualdad y alimenta a la industria armamentista. Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), el gasto militar mundial alcanzó en 2023 la asombrosa cifra de 2,24 billones de dólares. Mientras tanto, crisis humanitarias, climáticas y sociales permanecen desatendidas, un testimonio doloroso de nuestras prioridades como sociedad global.

Más allá de las cifras, lo que realmente debería estremecernos es el impacto humano. Millones de refugiados, generaciones marcadas por el trauma y países sumidos en el subdesarrollo son el saldo inevitable de cada guerra. Pero hay algo aún más perturbador: hemos normalizado esta tragedia. Las noticias sobre bombardeos, desplazamientos y muertes pasan frente a nuestros ojos con la misma indiferencia que un pronóstico del clima o el marcador de un partido de fútbol. Esta insensibilidad, este acostumbramiento, es quizás la mayor derrota de nuestra humanidad y de nuestra conciencia como seres sentipensantes.

¿Por qué seguimos aceptando la guerra como destino? Durante siglos, la hemos romantizado como un acto de heroísmo, valentía, coraje e incluso como un mal necesario. Pero cada bala disparada, cada vida truncada, es en realidad un fracaso rotundo: de la diplomacia, de la empatía y de nuestra capacidad de resolver conflictos de manera civilizada.

El cambio comienza con nosotros. Informémonos más allá de los titulares sensacionalistas. Cuestionemos las narrativas oficiales que justifican las guerras. Como consumidores, entendamos nuestra participación indirecta en estos conflictos: los minerales usados en nuestros dispositivos electrónicos, por ejemplo, muchas veces provienen de zonas de guerra. Cada elección, por pequeña que sea, puede ser un paso hacia un mundo más justo.

La paz no es una utopía. Es una construcción activa que exige voluntad política y un cambio en la mentalidad colectiva. Requiere que dejemos de romantizar la guerra y empecemos a verla como lo que realmente es: una mancha imborrable en nuestra conciencia colectiva.

Podemos decidir qué tipo de humanidad queremos ser. ¿Elegimos una que perpetúe las sombras de la guerra o una que se esfuerce por iluminar caminos de paz y entendimiento? Si algo nos enseñan los horrores del pasado es que cada vida importa. Reconozcámoslo y actuemos en consecuencia. Tal vez, entonces, logremos dejar a las futuras generaciones un legado digno de nuestra humanidad.

David Novoa, estudiante de Ciencia Política

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Atenas(06773)02 de enero de 2025 - 11:30 a. m.
David, juegas al idealismo, sigue ese lento o tardo camino hasta q’ aterrices en la abstrusa realidad. No en vano sos aún aturdido estudiante q’ a ello se apresta, mas sí volteas la cara y te adentras en la historia, pondrás los pies en la tierra. Atenas.
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