La editorial Planeta le ha dicho a la periodista Laura Ardila que no publicará su libro La Costa Nostra, una investigación que le tomó dos años y buena parte de su carrera, aun cuando el libro ya estaba a punto de imprimirse. Planeta le dijo que la investigación es una “joya”, pero que no se publicará porque temen a una demanda, a pesar de que el contrato estándar para cualquier libro especifica que son les autores de los libros quienes serán responsables por su trabajo ante un estrado, y no la editorial, y a pesar de que antes hubieran publicado otras investigaciones periodísticas susceptibles a demandas sin mayor problema, como pasó con Este es el cordero de Dios, del periodista Juan Pablo Barrientos, también publicado por Planeta y que recibió siete acciones de tutela por parte de la Iglesia Católica. Podemos especular sobre el nivel de la amenaza: a la editorial, una corporación multinacional, le pareció que era mucho mejor perder todo el trabajo invertido en el texto, edición, diseño, corrección de estilo, quizás incluso la impresión del libro y exponerse a este escándalo por censura previa en la opinión pública, a lo que fuera que les dijeron que podía pasar si lo publicaban.
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El libro de Ardila es la investigación más grande que se ha hecho sobre el clan Char, y promete explicar cómo construyeron su imperio y cómo funciona el profundo entramado de corrupción que mantiene su poder en la ciudad, la región e, incluso, el país. Pero no es la primera vez que algo así pasa con el clan Char: en su podcast A fondo, María Jimena Duzán cuenta que recibió presiones para no publicar una investigación sobre el grupo empresarial y político justo antes de salir, por otros motivos, de la revista Semana. Estas presiones no se limitan al periodismo de investigación. Contra los Char no se puede publicar ni una opinión adversa: mi columna en El Heraldo se acabó por querer contar que en Olímpica Estéreo, la emisora de los Char, estaban desincentivando el voto en una consulta interna de un partido político rival. Este absoluto hermetismo en la prensa ha sido instrumental para contar una historia de “progreso” y “eficiencia”, sin que nadie cuestione cómo década y media de charismo ha acabado con los espacios y la oferta cultural, las áreas verdes, y los espacios cívicos de Barranquilla, además de neutralizar una larga lista de escándalos como irregularidades en proyectos urbanísticos como La Loma, tráfico de coimas, lavado de activos y la fuga de Aida Merlano, entre muchos otros.
Dice la Flip, con mucha razón, que les “preocupa que, [...] medios de comunicación y editoriales adopten medidas similares, de prevención de riesgos litigiosos, que lleven a la autocensura e impidan que la ciudadanía conozca información de interés público”. La censura previa es un efecto del acoso judicial que se puede hacer cada vez más común. De hecho, Latinoamérica ya es la región del mundo con más casos de acoso judicial porque a los poderosos no les cuesta nada poner a un abogado que te persiga, hostigue, e intimide con acciones legales, procesos eternos, que pueden acabar con la carrera profesional, salud mental y física y estabilidad económica de une periodista y de su familia, e incluso hasta con un medio de comunicación, y ni siquiera tienen que ganar una demanda para lograrlo. ¡Peor! El caso de Ardila muestra que ni se tienen que tomar el trabajo de demandar: para frenar un libro basta con una convincente advertencia. Si no se adoptan urgentemente lo que en inglés se conoce como “leyes anti-SLAPP” o anti “litigio estratégico contra la participación pública”, que prevengan el uso del sistema judicial para atacar la libertad de expresión. De lo contrario, el acoso judicial barato, legal y eficiente se convertirá rápidamente en la mayor amenaza contra la libertad de prensa en la región.