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Cerramos el año en Colombia con la noticia del hundimiento de la Ley de financiamiento en el Congreso que dejará al sector cultural en números rojos. El ministro de las Culturas, las Artes y los Saberes, Juan David Correa, dijo que esta era una “estocada mortal” al sector cultural y explicó que “nuestro presupuesto este año fue de 1,4 billones de pesos. En mayo sufrimos un primer bloqueo que nos quitó 100.000 millones. Hace unos días otro, que nos disminuyó otros 30.000. La ejecución hoy ronda el 90 %, y el 10 % restante corresponde a los contratistas que aún faltan por pagar”. La realidad es que, por más de que la gran mayoría de las personas que trabajan en la cultura lo hacen por vocación y con las uñas, es muy difícil hacer arte si no se tiene lo mínimo para sobrevivir.
Si bien esto es obra de la oposición, no es como si el gobierno Petro hubiera dado en algún momento verdadera prioridad a la cultura que, en esta administración, como en todos, termina siendo víctima colateral de cualquier cosa que esté pasando en el país. Como siempre, el lío no es tanto que no haya plata, sino cómo se distribuye la plata que hay, según qué agenda y qué valores. Parte del problema es que desde hace décadas, y cada vez más, se desdeña todo lo que no genere lucro. Y no es que la cultura no pueda monetizar: es que para que pueda haber verdadera innovación, la creación cultural tiene que poder estar libre de cumplir con KPI o de justificar su existencia a partir del dinero que genera. Sin eso es imposible tomar riesgos estéticos.
A veces justificamos bobamente la importancia de la inversión en el sector cultural con la idea (también utilitarista) de que las artes y la educación nos harán mejores personas. Sin duda, la cultura ayuda a construir comunidad, a desarrollar la imaginación y la empatía y a crear sentido de pertenencia e identidad. De hecho, me atrevo a decir que los aportes más grandes que Colombia le ha dado al mundo son precisamente en las artes, la literatura, la música. ¿Cómo sería este país si dedicarse a la cultura dejara de ser una aventura heroica y se convirtiera en un oficio digno?
Pero también vivimos en mundo en donde las personas con más dinero, con la mejor educación, con mayor acceso a la cultura, pueden ser tan despiadadas y egoístas como cualquiera. Y a veces peores, porque pertenecen a las élites con poder a quienes no tocan los recortes en cultura y educación, y que si les da la gana pueden tomar un avión en primera clase para ir a cualquier museo de Europa. La desfinanciación del sector cultural, como todo, también es un problema de clase.
La trampa de estos razonamientos está en que, al querer justificar el arte, moral o económicamente, le cortamos las alas, limitamos su posibilidad más importante que es la de ayudarnos a explorar nuestra humanidad, una humanidad que hoy está inmersa en la revolución tecnológica de las inteligencias artificiales. Las IA saben copiar, pueden componer las frases que le parezcan las más probables, y pueden hacer una colcha de retazos con todos nuestros vicios sociales y gastados lugares comunes. Pronto, lo único que las máquinas no podrán hacer sin nosotros es precisamente eso que llamamos cultura. Por eso, desde tiempos de los rupestres, la producción cultural nunca había sido tan definitiva para la humanidad como lo es hoy en día y eso hace que la crisis sea tan desoladora y absurda.
