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Dilemas del turismo de guerra

Catalina Ruiz-Navarro

20 de noviembre de 2025 - 12:05 a. m.
Foto: Redes sociales Kika

Recientemente se armó una polémica por un viaje de influencers a Israel para hacer contenido de “marca país” y recomendaciones turísticas, algo que le endulzara la cara a un Estado que está cometiendo un genocidio. En el grupo estaban Johanna Fadul, Kika Nieto, Pedro José Pallares, María Clara Rodríguez, Mauricio Mejía, Nicolás de Zubiría y Daniela Vidal. Las críticas, particularmente en las redes, llovieron rápidamente, y, a su vez, los y las influencers hicieron videos diciendo que los estaban “cancelando” injustamente y que por las críticas habían perdido contratos con marcas. Sin embargo, es normal que otras marcas, que son sus clientes, no quieran ser asociadas con lo que se ha llamado “turismo de guerra” o “genocidio-washing”, y lo de la cancelación es relativo, pues creadoras de contenido como Kika Nieto ya han sobrevivido a varios escándalos por difundir discursos antiderechos y clasistas, y ahí siguen.

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Esto hace parte de una estrategia a gran escala de soft power, en la que Israel está invirtiendo miles de dólares en contenido de redes para limpiar su imagen y conquistar los territorios más conservadores de los algoritmos. El Estado de Israel entendió rápidamente que había que tener presencia en las redes sociales, y no es el primero en notarlo: Bukele publica al menos 200 piezas de propaganda al día en redes sociales; es una estrategia ampliamente usada por grupos autoritarios, fascistas, libertarios y antiderechos a nivel global.

El escándalo del viaje de los influencers a Israel abrió una conversación importante: revistas como Rolling Stone trajeron a la mesa el pertinente concepto de “banalidad del mal”, elaborado por la filósofa Hannah Arendt, sobre la observación de “las mayores atrocidades pueden ser cometidas (...) por personas comunes que, amparadas en la obediencia y la rutina, dejan de pensar críticamente sobre sus actos”. En este caso quizás no se trata de obediencia y rutina, sino de un modelo de negocio en el que todas las experiencias de vida son comodificables, y a veces también las ideas y las posturas políticas. Nos hemos acostumbrado poco a poco a que esa sea la norma; parece que ya nadie puede contar un chisme sin vender una pestañina. El grupo que viajó a Israel no es necesariamente la excepción de la regla: son quizás solo los más cínicos, en un modelo de negocios que no tiene mayor rendición de cuentas.

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También llegaron preguntas sobre el papel de los influencers y de los medios en el ecosistema mediático contemporáneo. A pesar de que los influencers pueden llegar a tener más impacto en internet que un medio de comunicación, los creadores de contenido no son medios, no necesariamente tienen una postura editorial elaborada por un equipo, o la colectividad que le permite a los medios ser una “institución”, con procesos de salvaguarda, que habrían sido útiles en una situación como esta. Pero ¿para qué tanta institución, si la mayoría de los grandes medios institucionales ni con los mejores equipos editoriales fueron capaces de poner en sus titulares la palabra “genocidio” hasta que fue demasiado tarde? Debería serlo, pero no necesariamente la institucionalidad es garantía de que las posturas editoriales no terminaran influenciadas por grupos poderosos con agendas antiderechos humanos.

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En la crisis de las fuentes de autoridad contemporánea, puede pasar que la institucionalidad recobre valor en medio del ruido; o que el ruido sea tanto que la institucionalidad se convierta en una excentricidad demasiado costosa para mantener. Cuando la gente no sabe si creerle a un influencer o a un medio, la falla es del periodismo.

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