Con el desfile de la casa de modas Dior, que se llevó a cabo hace unas semanas en Ciudad de México, se removió una larga discusión sobre si la moda puede ser política y, más puntualmente, si puede ser feminista.
La colección, según María Grazia Chiuri, primera mujer al frente de la casa Dior, estuvo inspirada en Frida Kahlo, lo cual no es estrictamente malo, pero sí un lugar común, especialmente para los extranjeros cuando quieren referenciar a México. Algunos de los trajes eran réplicas casi exactas de ropa que se ponía Kahlo en los años 20 y 30, de huipiles que se encuentran en el tianguis o de chaquetas de charro, que probablemente eran más finas que las de los mariachis que se contratan en la madrugada, pero no muy diferentes en diseño. Hasta ahí la colección habría pasado sin pena ni gloria, como una representación obvia y superficial de una cultura que Dior ve como si fuera un otro, nada nuevo bajo el sol.
Pero todo se complicó con el desfile de cierre, en donde varias modelos (según dijeron, “algunas con ascendencia mexicana”) desfilaron con vestidos blancos de algodón y zapatos rojos, aludiendo a la obra de la artista Elina Chauvet, chihuahuense, quien en 2009 recolectó zapatos donados por el público, que luego fueron pintados de rojo en una instalación que hacía referencia a los feminicidios en Ciudad Juárez, su estado natal. Pero la fuerza de esa instalación se perdió en el desfile, pues estos no eran zapatos donados, no venían de un esfuerzo colectivo, no tenían ya ninguna conexión con la memoria de las víctimas, más allá de una referencia a una obra de arte.
Pero, además, los vestidos traían bordados con consignas de las marchas, con insultos, y con ilustraciones que parecían sacadas de un folleto de buenos modales de los años 50, utensilios de cocina como tenedores, y algunas frases de inspiración tipo “tumblr”. La conexión entre estas imágenes y frases no es consistente, es absurdo hacer referencia a los movimientos feministas mexicanos y a sus luchas usando las consignas vacías del feminismo neoliberal, como “GRL PWR”, que han sido tan criticadas en el país. Por otro lado, en el centro queda la pregunta: ¿quién puede decir qué y en dónde? Porque cuando las mexicanas salen a marchar en Reforma, a cuadras de San Ildefonso, donde tuvo lugar el desfile, con las mismas consignas de los vestidos, el Estado las reprime, las arresta, las golpea, y algunas hasta han desaparecido. Cuando hay marchas feministas la ciudad queda cubierta con vallas de metal, no vaya a ser que estas mismas consignas queden en un monumento o sobre un cajero automático. Cuando las víctimas dicen estas frases reciben violencia, pero cuando las dice Dior de forma privada y ante un público exclusivo, reciben aplausos.
Y no es que las casas de moda no puedan hablar de causas sociales, ¡pueden!, y tienen el presupuesto para hacer buenas investigaciones que les permitan ser respetuosos con la cultura (como ya lo hizo otra multinacional, Disney, con Coco), o plantear estrategias para hacer una incidencia real (presionar a los ricachones del público para que le exijan una respuesta integral al Estado), pero no lo hacen porque esa nunca ha sido la intención, y eso se nota. Dior argumenta que ayudó a la causa dándole “visibilidad”. Pero el problema de los feminicidios en México tiene visibilidad de sobra, y eso no ha servido para frenar el aumento de la violencia, que ya va en 11 feminicidios diarios. Lo que se necesita no es visibilidad, sino voluntad política y presupuesto para una efectiva prevención, atención y reparación de la violencia machista. Pero Dior nunca se acercó a las víctimas a preguntar “qué necesitan, cómo podemos ayudar”, porque la verdad es que nunca les interesó el problema, solo querían usar la violencia feminicida como un leitmotiv en su desfile, y por eso el gesto se sintió tan vacío.