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La semana pasada el papa Francisco puso en tendencia un viejo y siempre incómodo dilema de las cenas navideñas en familia: ¿hijos o mascotas? Según el papa, no querer tener hijos es “una forma de egoísmo”. “A veces tienen uno, y ya”, dijo, “pero en cambio tienen perros y gatos que ocupan ese lugar”, y añadió que “la negación de la paternidad y de la maternidad nos menoscaba, nos quita humanidad, la civilización se vuelve más vieja”. Las declaraciones fueron blanco de burlas por su burda hipocresía y porque evidenciaron que la Iglesia católica es cada vez más anacrónica. “Que alguien le diga al papa que él tampoco tuvo hijos”, comentó Malena Pichot. Así que ustedes me dirán: ¿qué importa lo que diga ese viejo por allá en el Vaticano? Muy poco. Pero incluso si nos vale madres lo que opine el papa, sus declaraciones hacen parte del pensamiento hegemónico de nuestra sociedad. Y por eso la abuela se siente con derecho a decirnos lo mismo, que dónde están los bisnietos porque el amor también es condicional a que le seamos útiles a un linaje familiar.
Lo que el papa dice es que nuestra humanidad está condicionada a que nuestros trabajos de cuidado no remunerados estén destinados a la reproducción humana. Lo que el papa dice es que nuestra humanidad está condicionada. Que somos un instrumento para alcanzar un objetivo. Y en el caso del natalismo, ese fin nunca es bueno para las personas que, de hecho, están pariendo y criando. Hace que todo sea peor, porque las (nos) deshumaniza y las convierte en medios para un fin: la reproducción humana.
El natalismo es una “doctrina que promueve medidas de carácter político y socioeconómico para conseguir una mayor natalidad en un territorio o Estado” para “incrementar los miembros de un grupo religioso, étnico o nacional para aumentar su poder e influencia política, social, económica y militar”. Normalmente va acompañado de discursos nacionalistas y se usa “para alcanzar fines bélicos —disponer de tropa rápidamente sustituible— o economicistas —disponer de mano de obra abundante a precios asequibles—”. La formula discursiva del natalismo suele ser ensalzar las familias numerosas, la “dedicación de la mujer al ámbito doméstico y la procreación” gratuita y privatizada para servir al hombre “cabeza de hogar”; en el caso particular del natalismo religioso de la Iglesia católica, “propugna limitar o prohibir el acceso a los métodos anticonceptivos así como la penalización de la práctica del aborto”.
“¿Mascotas o hijos?” es una falsa disyuntiva que parte de una falsa equivalencia. Tener mascotas no es comparable con tener hijos; alguien dijo en Twitter que si fueran equivalentes la gente no tendría mascotas. Cuando parimos y criamos personas, incluso cuando lo hacemos en respuesta a nuestro fuero interno, les estamos prestando servicios a los Estados y a los mercados. Parimos y criamos seres humanos que luego serán, como mínimo, consumidores y votantes. Las dos horas que te pasaste acariciando a los michis no son útiles ni para la Iglesia católica ni para el capital. ¿Perdemos nuestra humanidad cuando dejamos de serle útiles a la Iglesia? En opinión de Francisco, sí. Esa deshumanización recae sobre las mujeres y todas las personas que de alguna forma cargan con el mandato social de la maternidad.
Todo proyecto natalista es también un proyecto económico. El modelo de familia que promueve la Iglesia católica no es “la base de la sociedad”, es la base de la propiedad privada. Se necesita que los ricos tengan hijos e hijas pues alguien debe heredar la acumulación del capital y se necesita que los pobres tengan hijos para generar mano de obra barata y dispensable, ¡alguien tiene que trabajar! El papa será un viejo descontinuado, pero él tiene valor en sí mismo, no tuvo que parirle a nadie para que su vida valiera algo, el mismísimo Dios le habla al oído sin poner en duda su humanidad. ¿Cómo se sentirá?
