Este año la COP30, en Belém, Brasil, tuvo en el centro un nuevo problema que está creciendo de forma exponencial: la Inteligencia Artificial. Y a pesar de que hubo más de 24 sesiones sobre la IA, no se logró un consenso entre los sectores más optimistas y quienes ven a esta tecnología como una bestia de mil cabezas.
En general, la mirada institucional en la COP30 fue más optimista. En septiembre, Simon Stiell, el secretario ejecutivo de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, dijo que “si se implementa correctamente, la IA libera la capacidad humana, no la reemplaza. Lo más importante es su capacidad para generar resultados reales: gestionar microrredes, mapear el riesgo climático y guiar la planificación resiliente”. Siguiendo esa línea, el primer día se lanzó el Instituto Climático de la Inteligencia Artificial (AICI, por sus siglas en inglés), que busca promover el uso de la IA para encontrar e implementar soluciones a problemas climáticos, especialmente en el Sur Global. En la misión del instituto está también encontrar modelos más ligeros y que gasten menos energía, adaptables a contextos locales.
Al Gore también presentó Climate TRACE, una coalición sin ánimo de lucro que está usando la IA para “desarrollando un inventario de exactamente dónde provienen las emisiones de gases de efecto invernadero para ayudar a los gobiernos, organizaciones y empresas a reducir o eliminar estas emisiones”. También se le otorgó el AI for Climate Action Award (IA para la Acción Climática) a un proyecto de Laos para lograr agricultura e irrigación basadas en IA, “para apoyar la resiliencia de los agricultores ante los desafíos climáticos”. Además, se habló de la IA como una herramienta que puede servir para predecir inundaciones, incendios, derrumbes y otros desastres climáticos, y se enfatizó en la necesidad de trasparencia y soberanía sobre los sistemas y las bases de datos.
A pesar de todo esto, la IA desregulada y en expansión es una de las más grandes amenazas para el medio ambiente. Por ejemplo, una de las medidas urgentes es que las compañías de tecnología estén obligadas a divulgar cuánta agua y energía consumen sus centros de datos y cuál es el impacto ambiental real. Como señaló Lua Cruz, coordinador de Telecomunicaciones y Derechos Digitales del Instituto de Defensa del Consumidor (IDEC) en Brasil, “estos almacenes gastan mucha energía y mucha agua, porque se tienen que enfrían; ocupan un territorio grande, porque necesitan estar en algún lugar y gastan muchos minerales, porque existen en todos los componentes electrónicos que forman parte de esta gran infraestructura”.
Según la Agencia Internacional de Energía, “los centros de datos representaron alrededor del 1,5 % del consumo de electricidad mundial en 2024”. El uso desregulado de la IA es un peligro para el medio ambiente tanto por la cantidad de recursos que requiere su infraestructura como por la producción masiva de noticias falsas. Para atender lo segundo, varios países firmaron la Declaration on Information Integrity on Climate Change, un compromiso que le exige a los países “promover la integridad de la información relacionada con el cambio climático de conformidad con el derecho internacional de los derechos humanos, incluidas las normas de libertad de expresión”.
Si algo dejó claro la COP30, es que sí hay medidas y proyectos para atajar el desastre que puede convertirse en el uso indiscriminado de la IA, e incluso formas de usarla para frenar el cambio climático, pero lo que no se sabe es si habrá voluntad política para frenar la acumulación de lucro de las empresas que promueven esta tecnología.