Acaba de publicarse el informe La crueldad hecha rutina, sobre la criminalización del aborto en Perú entre 2012 y 2022, que presenta datos sobre cómo las personas que abortan terminan enfrentadas a procesos judiciales injustos y sin garantías. El informe analiza 100 sentencias judiciales y 15 expedientes penales en donde encuentra un patrón de “violaciones al debido proceso, estigmatización, amenazas y uso indebido de pruebas”. Esta primera entrega sobre Perú, hace parte de parte de la iniciativa regional Podría ser yo: Por una salud sin miedos, que documenta cómo operan los sistemas judiciales penales frente a presuntos abortos en seis países de América Latina y el Caribe.
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La crueldad hecha rutina muestra que no todas son criminalizadas igual, hay un perfil específico que es estigmatizado y perseguido: una mujer entre los 18 y los 30 años (78 %), con educación básica (77 %), que vive en condiciones de pobreza (71 %), soltera (88 %), y sin antecedentes judiciales (un impresionante 100 %). Otro dato impactante es que seis de cada 10 mujeres procesadas terminan condenadas, incluso cuando el delito ha prescrito y cuando el proceso se inició sin pruebas o por abortos legales.
Igualmente grave es el hallazgo de que el 84 % de estos procesos penales comienzan e los hospitales públicos, cuando las mujeres llegan a pedir ayuda por sangrados, hemorragias y abortos voluntarios y espontáneos, que el 71 % de las denuncias fueron realizadas por el personal de salud, y la mayoría de las veces violando el secreto profesional. Las acusadas son intervenidas e interrogadas en las salas de emergencia de los mismos hospitales en donde deben prestarles ayuda, sin asistencia legal alguna, y muchas veces incitándolas a autoincriminarse. Esto, en parte, porque en el artículo 30 de la Ley General de Salud de Perú establece que para el personal de salud hay una obligación de denunciar a “la persona que presente indicios de ‘aborto criminal’”, a pesar de que el secreto profesional se reconoce como derecho fundamental en la Constitución. La ley no define con precisión qué puede tomarse por “indicios de un aborto criminal” y como la discreción médica está marcada por el estigma, cualquier sangrado puede ser tomado como un indicio.
Como resultado, las clínicas, hospitales y centros de salud, especialmente si son públicos y prestan servicios a personas precarizadas, son espacios tremendamente inseguros para cualquier persona que esté pasando por un proceso de aborto voluntario o espontáneo, y básicamente para cualquier embarazada. Como explica la codirectora de la campaña Salud Sin Miedos, Ximena Casas Isaza, “Los establecimientos de salud no pueden ser espacios de miedo. Garantizar servicios de salud sexual y reproductiva implica detener ya esta persecución”. Como están las cosas, ser una mujer que necesita acceso a servicios de salud es enfrentarse a un panóptico punitivista que persigue a las mujeres jóvenes y pobres, aproximadamente a mil cada año. Un cambio urgente pasa por eliminar el artículo 30, pero también por un cambio cultural que ayude a entender al personal de salud que el secreto profesional no es discrecional, ni mucho menos debería estar determinado por la misoginia.