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Parece mentira que llevamos al menos una década hablando de consentimiento, denunciando el acoso y el abuso sexual como formas de abuso de poder, y aun así suceden cosas como el beso forzado de Luis Rubiales a la campeona Jenni Hermoso, frente a todos los micrófonos y cámaras del mundo. En respuesta a las críticas, Rubiales hizo un discurso de media hora frente a la Federación, contando con un público que en su mayoría abrumadora eran hombres y, célebremente, dijo una y otra vez que no iba a renunciar. Al día siguiente, Rubiales fue suspendido de la Federación y ya la Fiscalía española le abrió una investigación, pero vale la pena detenerse en lo que tal vez serán sus últimos 30 minutos de gloria.
Rubiales dedica la primera mitad de su discurso a explicarnos por qué el beso forzado no fue violencia sexual y basa su argumento en dos razones: una supuesta conversación con Hermoso en donde ella le daba su consentimiento y la explicación de que él no sintió deseo sexual al agarrarla de la cara y plantarle el beso, algo que, según dice, haría con cualquiera de sus hijas. La conversación guionada que presentó en su discurso resultó ser una fabricación. Hermoso ha dicho en un comunicado que nunca ocurrió, que no le gustó el beso y que sí lo vivió como una agresión. El segundo argumento de Rubiales es interesante, no por lo novedoso sino por lo frecuente: que las agresiones sexuales están determinadas por los sentimientos e intenciones del agresor. A veces las agresiones sexuales las cometen hombres que insisten en que los han malinterpretado pues solo estaban teniendo un gesto de cariño, aprecio, respeto, etc. Se pasan por la faja si la persona en cuestión no se siente apreciada ni respetada, pues fueron acciones vacías en primer lugar, que se imponen sobre alguien sin tomar en cuenta su contexto o deseos. Todas y todos vimos que Rubiales la besó como quien besa a una yegua ganadora, no tenía que haber “deseo sexual” para que la acción fuera deshumanizante.
El patriarcado suele insistir en que lo que violenta a las mujeres es el deseo sexual, una idea muy conveniente para dividirnos entre santas y putas y controlar nuestra sexualidad. Pero en realidad la violencia consiste en imponer la voluntad de alguien, usualmente con más poder (físico, social, económico, profesional), sobre otra persona. La violencia sexual no se origina en el deseo, sino en la desigualdad de poder, esto es lo que hace que algo que en condiciones de igualdad sería un conflicto, pase a ser un abuso. Esa desigualdad es clave para que la persona agredida no pueda irse, negarse o defenderse. Rubiales afirma que no hay desigualdad de poder porque ella es una campeona mundial, pero bastaría ver el salario de cada uno para entender la inmensa diferencia. El poder de Rubiales es tal que con toda seguridad nos dice que algo que quedó registrado por todas las cámaras “no pasó”, como si su palabra tuviera más peso y legitimidad que las propias imágenes, quizás porque los tiene, y por eso su discurso fue recibido entre aplausos. Uno de los momentos más aplaudidos fue cuando Rubiales habló de un “falso feminismo” (el que a él no le conviene), sugiriendo que hay uno “verdadero” que, por supuesto, estará determinado también por él y su conveniencia.
Claro, Rubiales fue suspendido y esto ha generado una conversación mundial, otra vez sobre el abuso y el acoso, las diferencias de poder. Es una conversación global e importante, pero también es una que tenemos todos los años, es la piedra de “Sísifa”, que seguimos empujando cuesta arriba. No es que no avancemos, sin duda esta conversación se está dando en otros términos: todos y todas tenemos muy claro qué es “machismo” y “consentimiento”, pero quizás lo que no ha cambiado es la desigualdad de poder, y por eso tendremos que seguir teniendo esta conversación hasta que el mundo sea real y materialmente igualitario.
