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La semana pasada se conoció el terrible caso de la doctora Catalina Gutiérrez, estudiante en la Universidad Javeriana, quien se suicidó debido a las presiones en la carrera de medicina. Gutiérrez dejó una nota para sus compañeros de residencia que decía “A todos los residentes, gracias, de cada uno me llevo muchas enseñanzas. Siempre los llevaré en mi corazón. ¡Ustedes sí pueden! Ánimo”, haciendo referencia a que fueron los maltratos y el acoso que vivió en la residencia lo que la llevó a quitarse la vida.
El caso detonó una ola de denuncias en redes sociales por parte de otros médicos y médicas que contaron sus experiencias con el sistema. Por ejemplo, una exresidente, María Rey Salamanca, dijo que “era normal tener horarios de 20 horas, no comer, no ir al baño, no compartir tiempo con nuestros familiares y ni mencionar tener espacios de ocio”. La Asociación de Sociedades Científicas de Estudiantes de Medicina de Colombia (Ascemcol) dijo que preocupan “los hechos que llevaron a dicha tragedia, el acoso sistemático a los médicos residentes y estudiantes, y el maltrato hacia los mismos por parte de docentes y administrativos es algo recurrente en nuestras facultades”. José Norman Salazar, director del Centro Colombiano de Derecho Médico, dijo a Radio Nacional que “con este caso se destapó un problema que es histórico en la formación de pregrado, posgrado y en las especialidades de salud; muchos lo hemos padecido: a mí me pasó en mi formación, lógicamente yo estudié en otros tiempos donde el tema no era de tantos derechos, pero yo fui testigo en mi formación de que los maltratos existían”.
Es decir, para nadie ha sido un secreto que hay maltrato a los y las residentes, pero hasta ahora han sido pocas las conversaciones que buscan atender el problema. Se supone que la Ley 1917 de 2018 regula las residencias y establece pago de honorarios y límites de horas de trabajo, pero en 2023 el diario La República reportaba que aún los y las médicas tienen que invertir un promedio de 22 millones de pesos por semestre, por seis semestres. Es decir, pagan millonadas para recibir un maltrato que puede dejar estragos permanentes en su salud mental.
Sin duda la medicina es una carrera emocionalmente difícil pues lidiar constantemente con la enfermedad y la muerte puede ser desolador. Esa lógica del maltrato quizás tiene que ver con desensibilizar a las y los médicos para que realicen su trabajo sin la interferencia de sus sentimientos. Pero lo que muestra el caso de Gutiérrez es que es una medida que tiene como resultado la deshumanización de médicos y pacientes. En la última década madres, activistas y ginecobstetras se han pronunciado en contra de la violencia obstétrica que sufren las personas en los partos. Lo que se ha encontrado es que la violencia obstétrica no se refiere a una serie de procedimientos específicos (por ejemplo, prácticas en desuso como la episiotomía pueden llegar a ser necesarias en algunos casos), sino que surge cuando la o el doctor no las ve como seres humanos con derechos y autonomía, y por lo tanto no importan los gritos, las omisiones, y todo tipo de procedimientos que terminan por ser traumáticos. Frenar la violencia obstétrica comienza con el reconocimiento de las pacientes como seres humanos, y esta premisa se extiende a todas las ramas de la medicina. Pero, ¿cómo van a reconocer la humanidad de los y las pacientes, si a los y las estudiantes de medicina les han acabado a palo su propia humanidad? Parece mentira que un oficio que lidia directamente con la vida y la muerte esté basado en cercenar la empatía. Sin derechos para médicos y estudiantes, y sin un cambio de perspectiva en las academias que privilegie una medicina más humana, no se puede garantizar el derecho a la salud.
