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Uno de los grandes sueños del proceso de paz y que esperábamos que se materializara con la firma del Acuerdo era que Colombia por fin, o quizás por primera vez, pudiera tener una generación que no estuviera marcada por la guerra. Las masacres recientes nos recuerdan que Colombia no ha podido pasar la página de la guerra, particularmente la masacre del barrio Llano Verde en Cali, en donde cinco jóvenes menores de edad fueron asesinados y torturados el 11 de agosto después de salir a volar cometas, y la de ocho jóvenes que estaban en una fiesta en Samaniego, Nariño, quienes murieron acribillados por encapuchados.
Aunque las causas de estas masacres no han sido esclarecidas, es claro que no son hechos aislados: se deben a un recrudecimiento de la violencia en los territorios y los barrios vulnerables por un aumento del paramilitarismo y las bandas del narcotráfico. Jhon Alexánder Rojas, gobernador de Nariño, dijo a este periódico que la poca voluntad política para la implementación del Acuerdo de Paz es una de las causas directas: “Cuando se firmó, llegó la tranquilidad al departamento. Todo estaba bien. Han pasado tres años, pero ya que no se ha implementado como se debería, pues la situación empeoró”. Particularmente, el gobierno Duque insiste en la erradicación forzosa de cultivos ilícitos y en las fumigaciones con glifosato que han provocado desplazamientos. Además, aunque hay campesinos que han firmado acuerdos de sustitución voluntaria, el Gobierno no ha respondido. Las zonas rurales se ven también cada vez más empobrecidas por la pandemia y no hay presencia del Estado en los territorios que antes eran dominados por la guerrilla.
La situación es frustrante porque el Acuerdo de Paz es la ruta para acabar con esta violencia, pero desde sus inicios ha sido evidente que esta no es una prioridad para el gobierno Duque. De hecho, la Oficina de Derechos Humanos de la ONU ha documentado 33 masacres en lo que va del año y están bajo seguimiento 97 asesinatos de defensores y defensoras de derechos humanos. Según el comunicado de la Oficina de la alta comisionada, “estos hechos violentos, con serios impactos humanitarios, están ocurriendo en territorios con presencia de grupos armados ilegales y otras organizaciones generadoras de violencia, de economías ilegales, pobreza y caracterizados por una limitada presencia del Estado. Por lo tanto, es crucial avanzar y profundizar la implementación integral del Acuerdo de Paz, especialmente su capítulo 3.4 sobre garantías de seguridad, que ofrece mecanismos e instrumentos de prevención, protección y seguridad”.
Además de la implementación del Acuerdo de Paz, el Gobierno nacional ha fallado en garantizar el derecho a la salud y la educación en los y las jóvenes y mantiene un discurso absurdo en donde supuestamente “el emprendimiento” es lo que sacará a las nuevas generaciones de la violencia y la pobreza. Es un discurso peligroso porque desplaza la responsabilidad del Estado a las voluntades individuales de los y las jóvenes, que sin educación de calidad garantizada y ante el reclutamiento constante de bandas criminales no tienen la posibilidad de siquiera pensar en “emprender”. Sin una paz duradera no hay emprendimiento que pueda remontar décadas de conflicto y sangre. La violencia en Colombia no es una condición endémica ni un “fenómeno natural” inevitable, tiene un responsable directo: el Estado, y una causa clara: la falta de voluntad política de este Gobierno para implementar el Acuerdo de Paz.
