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Provocar es uno de esos verbos que rondan a las mujeres todo el tiempo. Provocativo es uno de esos adjetivos que las mujeres compartimos con la comida, al igual que apetitosa, o sabrosa. Provocar es un verbo codiciado, pues significa que tenemos el poder para generar una acción en alguien. Pero también es un verbo castigado, pues las provocaciones nos llevan “por mal camino”, nos “distraen”, “no son de Dios”. Las mujeres solemos estar cruelmente amarradas a este verbo, pero como en una montaña rusa, la mayoría de las veces sucede sin que tengamos control. A todas nos aplican el provocativómetro sin consultarnos, pero sí poniéndonos al tanto de que la moda de lo provocativo cambia, para que nos pongamos al día, no vaya a ser que nos convirtamos en una “no-mujer”, esa que deja de ser provocativa.
Ah, pero si eres mujer y provocas —sea con tus tetas o con el pedazo de piel descubierto en tu tobillo—, eres lo peor del mundo: ¡una provocadora! Una bruja poderosa que podrá dominar la voluntad a su alrededor, especialmente de los hombres, una arpía malvada que no dudará en taconear cadenciosa sobre la dignidad de todos. Por ejemplo, dicen que en la Universidad Pontificia Bolivariana una de estas brujas mágicas puede lograr que los profesores se olviden de cómo dictar su clase solo por una minifalda. Los escotes que estas jóvenes llevan impunemente al campus universitario destruyen matrimonios y pulverizan los deseos académicos juiciosos de todos a su alrededor. Por eso a las mujeres nos recomiendan (oficial o extraoficialmente, ¡qué carajos importa!) que no provoquemos en ciertos sitios como las universidades, las iglesias, las calles, las casas, los restaurantes, y todos esos espacios que no estén destinados expresamente a generar placer en los hombres. ¡Imaginen! ¡Una generación de jóvenes perdida entre la profundidad de todos esos escotes!
El lado b del argumento de la provocación es que les dice a los hombres que son menos que humanos, animalitos sin voluntad, que incluso encadenados tirarán furiosos hasta alcanzar, tocar, lamer, acosar, hostigar, irrespetar, violar, matar a eso, es decir, a esa que los está provocando. Esos hombres, tan lúcidos, tan racionales, tan levantadores de mano en el salón, de repente pierden toda capacidad de autocontrol y acosan a las mujeres que se visten de ciertas maneras —y, hay que decirlo, también a las que se visten de otras maneras—, porque al final el acoso no lo “provoca” la vestimenta, sino la idea que tienen muchos hombres de que los cuerpos de las mujeres a su alrededor existen para su entretenimiento y comentario. ¿Dónde está la UPB para decirles a sus estudiantes que miren a las estudiantes a los ojos como las personas que somos?
El machismo usa el argumento de la razón a su conveniencia. Por un lado nos dice que los hombres son más capaces, más inteligentes, pero se distraen con una minifalda, pueden predecir la jugada de un jugador de fútbol solo con ver su lenguaje corporal, pero no parecen entender cuando una mujer les dice “no quiero” en su cara. Los hombres no son animalitos incontenibles, son perfectamente capaces de comportarse frente a las mujeres y tratarlos como si fueran incapaces para la empatía solo les refuerza su machismo dándoles un chupo para su ansiosa boca llorosa del patriarcado. Y antes de que me digan que ahora, pobrecitos, tendrán que andar por el mundo con tapaojos como los caballos (ya quisiéramos), hay miradas y miradas, y esto todos los sabemos; hay miradas de morbo que no son bienvenidas y hay miradas con respeto. No puede ser que una estudiante tenga que gastar parte de su tiempo pensando cómo vestirse para no sentirse morboseada y atacada en el lugar en donde debería ir a aprender y formarse, de una manera segura y en donde la institución la proteja, y no la revictimice por ser acosada.
