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La semana pasada, el mundo entero estuvo hablando de un submarino que llevó a un grupo de millonarios al fondo del océano para ver los restos del Titanic. El submarino estuvo perdido durante varios días, y finalmente se descubrió que había implosionado en el fondo del mar provocando la muerte inmediata de los cinco tripulantes. ¿Qué pensaban y sentían los millonarios? ¿Se estaban quedando sin aire? Los nombres y biografías de los muertos le dieron la vuelta al mundo, y la prensa hizo “cobertura minuto a minuto” de cómo avanzaba la búsqueda del submarino. La historia se convirtió en una fábula contemporánea sobre los absurdos del capitalismo neoliberal, en donde hay quien está dispuesto a pagar 250.000 dólares por viajar hacia una horrible muerte.
Las moralejas son muchas, ¿a los cuántos millones llegas a estar tan aburrido que necesitas estar cerca de la muerte para volver a sentir algo? La periodista Karen Attiah publicó una columna en el Washington Post hablando de Olokun, un orisha de las prácticas de santería que descienden de la tradición yoruba. “Olokun es un orisha muy temido y vengativo, molesto con los humanos porque no le han mostrado el suficiente respeto y reverencia. Está encadenado al fondo del océano para evitar que destruya a la humanidad. La presión de la profundidad del océano representa los orígenes de la vida y amenaza con una muerte horrible e instantánea a los humanos que se acerquen. Por todas estas razones, a Olokun rara vez lo retan o molestan, ni siquiera otros orishas”. Cualquiera habría podido decirles a los millonarios que bajar al fondo del mar era una mala idea, arrogante, ostentosa, innecesariamente peligrosa, el peligro estaba inscrito en los mitos y leyendas, justificado por la ciencia, pero, ¿cuánto dinero tienes que tener para que un millonario realmente te escuche?
Internet se llenó de memes que comparaban a las balsas de migrantes que naufragan en el Mediterráneo, migrantes sin nombres cuyas muertes no despiertan ninguna pregunta, cuerpos abandonados en el mar que nadie perderá su tiempo buscando. Attiah señala algo que pensamos muchas personas mientras veíamos el circo que fue la cobertura de este naufragio: “los hombres blancos pagan grandes cantidades de dinero para participar en experiencias extremas y mortales para tener la experiencia de sentirse pequeños y sin poder. Romantizar el peligro de la muerte como forma de apreciar la vida es un privilegio. [...] Mientras tanto, los migrantes, que podríamos argumentar que son más valientes, pero tienen menos recursos, son demonizados y los dejan morir a su suerte, a pesar de que todo lo que tienen es una oportunidad para trabajar y contribuir con algo de valor a la vida”.
Esos memes, en realidad, hablaban de “necropoder”, un concepto elaborado por el filósofo camerunés Achille Mbembe en su ensayo “Necropolitics”, que fue indispensable para entender la pandemia del Covid-19. Se refiere al poder que tienen unos pocos, y que se expresa en las instituciones, para decidir cuáles vidas valen más que otras, un criterio que hoy en día está claramente en función del capital. “El cálculo de la vida pasa por la muerte del Otro” dice Mbembe y añade que el poder para decidir quién vive o muere cada vez está más privatizado, disponible para quien lo puede pagar. La muerte es siempre una pérdida irreparable, pero para los medios y los Estados solo cuenta como tal si está ligada a categorías abstractas y arbitrarias como el dinero y la ciudadanía.
