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Las medidas de Trump en contra de las universidades vienen de un conflicto que se ha ido cocinando lentamente en la arena pública. Su obsesión con deportar a cualquiera que haya protestado contra Israel no es solo un asunto de afiliación política o racismo. Es parte de un combo de discursos “anti-woke” que lo llevaron al poder y que siguen alimentando su campaña. Todo cabe en esa categoría antipática del woke: celebrar el orgullo gay es woke, defender la equidad de género es woke, cuestionar la violencia contra los palestinos también es woke. Y, por tanto, ilegítimo.
Las universidades han sido el blanco preferido de esta narrativa. Se las acusa de ser “centros de adoctrinamiento izquierdista”, de no permitir opiniones conservadoras, de imponer lo políticamente correcto. Según esta visión, los campus no son espacios de debate, sino trincheras ideológicas. Lo preocupante es que, ante esta tensión, varias universidades no han optado por redoblar los esfuerzos para pensar mejor —lo que incluye aprender a conversar y a discutir mejor—, sino por aparentar que no hay conflicto. Fingir civilidad.
Esta semana, Alex Bronzini-Vender, un estudiante de segundo año en Harvard, publicó en el New York Times una columna sobre una nueva tendencia en las universidades estadounidenses: en los procesos de admisión, se está empezando a exigir que los aspirantes incluyan en sus ensayos reflexiones sobre cómo “fomentarán la civilidad y el entendimiento” en el campus. A primera vista, la intención parece loable. Sin embargo, al mirar con atención, surgen dudas. Por ejemplo, se están valiendo para este requisito los llamados portafolios de diálogo. Estos consisten en sesiones en las que se debaten temas “polémicos”, como la inmigración, y los estudiantes se califican entre sí en aspectos como empatía, curiosidad o amabilidad. Cuantas más sesiones se completen y más virtudes les reconozcan sus compañeros, mejor será su puntuación.
Ahí viene el lío. El ambiente está tan polarizado que seguramente para obtener una buena calificación se empezará a entrenar la habilidad para esquivar los temas difíciles, para no comprometerse, para no tomar postura. Una civilidad “neutral” que termina vaciando de contenido los conflictos reales.
En Colombia, la tendencia podría empezar a ir por el mismo lado. El Ministerio de Educación está ahora encargado de incorporar en los colegios la cátedra de educación emocional y después aprender a evaluarla en el Icfes. La intención de los senadores que impulsaron la iniciativa, según reporta El Espectador, es que los estudiantes “manejen mejor sus emociones, trabajen el autoestima, aprendan la resolución pacífica de conflictos”. Y eso no es malo, claro: discutir con odio nunca es productivo. Pero hay una línea peligrosa entre enseñar a convivir y enseñar a callar, entre aprender a contener la ira y reprimir la indignación justa.
El péndulo ha oscilado: de la rigidez de lo políticamente correcto pasamos a la crudeza de lo incendiario, al estilo de Trump o Petro. Y ahora, el péndulo parece detenerse en un nuevo extremo: el vacío civil. Ese en el que, frente al desacuerdo, optamos por el silencio. Nada que incomode, nada que parezca “extremo”, nada que ponga en riesgo la supuesta armonía. Las universidades no necesitan más cursos para aprender a fingir civilidad. Necesitan espacios para practicarla de verdad. Civilidad no es neutralidad. No es evitar la política. Es la difícil tarea de aprender a disentir sin deshumanizar, de hablar con el otro sin rendirse a la comodidad del silencio. Dejemos de pensar que podemos irle añadiendo a la educación toppings, en lugar de entrar a resolver lo fundamental.
