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La presidencia de Duque nos ha dejado varias enseñanzas. La más obvia es la importancia de la competencia. Nos sigue pasando la cuenta haber elegido a un presidente con una trayectoria profesional bien orientada, pero tan ligera como su experiencia. Colombia es un país fascinante pero brioso. No hay tiempo para ir aprendiendo por el camino. Ojalá el próximo presidente no sea “el que diga alguien”, sino el que digamos nosotros a partir de una deliberación algo más seria.
El segundo aprendizaje es que uno elige a un gobierno para que gobierne, no para que se lamente. Al que le parezca que este país está muy maltrecho, pues que no se lance. Pero qué hastío semejante distribución tan infantil de culpas. Y la tercera enseñanza, de la que se habla menos pero me interesa abordar acá: la importancia de la articulación de ideas a las que puedan engranarse las políticas. A nuestros gobiernos de “acciones independientes” les ha faltado bastante narrativa para definir un norte colectivo.
La pérdida de fuerza de los partidos tradicionales en Colombia trajo cosas buenas. Entre ellas, que les dio oxígeno a grupos marginados por la asfixiante maquinaria de los pesos pesados. ¡Y qué respiro! Pero como de eso tan bueno no dan tanto, se intensificó un problema que ya venía: la concentración de la atención en figuras individuales que propicia una pérdida de cohesión en las ideas de partido y de gobierno. Duque es un exliberal que hace parte del Centro Democrático, que no es de centro sino de derecha, que obedece a Uribe quien es “de los empresarios” pero pide jornada laboral más corta, y que quiere la paz “pero no así”.
El lío no es la incoherencia. La realidad se ríe de las lógicas y hay que hacer viables negociaciones imposibles para que todos quepamos en el país que compartimos. El problema es la existencia blanda y viscosa que define la estructura espiritual de nuestra política. Una falta de peso existencial que no es única del Centro Democrático. Existe en los partidos políticos colombianos y en los gobiernos, que ahora se llaman a sí mismos “equipos de trabajo”, una preocupante falta de unidad ideológica. No ideología en su peyorativa connotación marxista de falsa conciencia, sino ideología en su definición básica de lógica de las ideas.
Vamos a un ejemplo más concreto. En días recientes ha vuelto a sonar la precandidatura por el Partido Conservador del ex ministro de Hacienda Juan Carlos Echeverry. Aunque su postura sobre la economía es relativamente clara y quizá, ahí sí, algo conservadora, ¿en qué otros aspectos es “conservador”? ¿Seguirá anquilosado en el matrimonio con la Iglesia católica? ¿Apoyará a las mujeres y sus derechos sobre sus cuerpos? ¿Querrá seguir sentado como el “paterfamilias” en la cabecera de la mesa? ¿Más soluciones militares al problema de las drogas?
Y eso que a los conservadores por lo menos se les puede preguntar qué es exactamente lo que quieren conservar. ¿Pero cuál es el cambio de Cambio Radical? ¿Se puede basar un partido simplemente en la vocación de cambio? ¿Qué tipo de izquierda o de centro son los verdes? ¿Es suficiente la definición en un espectro? ¿Cuál es la democracia que defiende el Centro Democrático? ¿Por qué libertad abogan los liberales? Los partidos políticos no son un eslogan electoral.
