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La muerte violenta acecha a Colombia. En una sola semana pasamos de los descuartizados en Bogotá a la continua y aterradora masacre de líderes sociales que alcanzó la máxima crueldad con el asesinato de María del Pilar Hurtado al frente de su hijo. Todo esto sin contar los cada vez más comunes atracos a mano armada, en donde ladrones roban con pistola no sólo para amedrentar, sino para de hecho apretar el gatillo; “por pirobo” se ha convertido uno de los dichos más comunes antes de herir a las víctimas. Y la lista se vuelve aún más ridícula. Como si se tratara de un videojuego, unos policías decidieron usar sus motos para atropellar a patinadores que participaban tranquilamente del Día del Skate en Bogotá.
Pero lo aterrador ahora no es solo la forma en la que la vida pierde valor, sino cómo ha vuelto inmunes incluso a los que se las dan de pacifistas. Paradójicamente, la reacción más común al incremento desmedido de la inseguridad ha sido la violencia irracional. Algunos cínicamente han justificado la muerte de los líderes sociales porque “se lo merecen” o porque “no son líderes”. Otros condenan a los políticos: “muerte a Uribe”, como si las palabras fueran aire. Otros creen que el ojo por ojo es la respuesta: “ojalá tuviera un celular bomba que le estallara en las manos al ladrón”, oí hace poco. Y así, lentamente, como ocurre con las sociedades enfermas, hay quienes concluyen que legalizar el porte de armas para particulares es la solución para ajusticiar a “los malos”.
La relatividad de los juicios, donde cada uno llama “bueno” o “malo” a lo que le conviene o incomoda, es una mala señal de la corrosión de la autoridad. Donde no hay poder común, no hay ley, y donde no hay ley, no hay justicia. Pero el lío no es sólo que cada vez haya más “estados de naturaleza” dentro del país, donde la fuerza y el fraude sean las dos virtudes cardinales. El problema es que los colombianos están empezando a creer que la justicia se logra con “buenos muertos”. Y cuando el miedo, la sospecha y la incertidumbre son grandes, no es de extrañar que surja “un buen tirano”. Por esto vale la pena recordar: no hay tal cosa como un buen asesinato, ni tampoco un déspota benevolente. Hay términos que, pese al desorden, simplemente no van juntos.
