Entre 1974 y 1986, Joseph DeAngelo cometió más de 50 violaciones y 12 asesinatos en California. El asesino de Golden State, como se le conoce, logró eludir la justicia por más de 40 años sin que se descubriera siquiera su identidad. Sin embargo y pese a lo grandioso que sería este caso para inspirar alguna serie policial, no fueron las decenas de retratos hablados, las huellas ni los registros teléfónicos lo que lo delató. El caso se resolvió de una manera menos cinematográfica. La policía había encontrado rastros de su ADN, pero no tenía contra qué contrastarlo. GEDmatch, un lugar creado por la Iglesia mormona para compartir información genealógica, resolvió el problema: su muestra arrojó compatibilidad con algún familiar lejano y de ahí la policía lo buscó por el “árbol”. DeAngelo andaba viviendo una vida aparentemente normal con su esposa e hijas.
GEDmatch es una de las tantas empresas, como Ancestry o 23andMe, que reciben ADN y utilizan la genealogía y la genética para investigar lazos sanguíneos. El caso del asesino de Golden State permitió que, junto con estas empresas, las autoridades policiales pudiesen reabrir casos sin resolver y dar con el paradero de otros asesinos y violadores o, al menos, identificar a las víctimas. Uno de los más sonados fue el de los asesinatos del parque Bear Brook, en Nuevo Hampshire. En los años 80, unos jóvenes que jugaban a una suerte de escondidas descubrieron unos tanques. Un tiempo después se conoció su contenido: cuatro cuerpos descuartizados. La noticia fue devastadora para el pueblo, pero, pese a los esfuerzos policiales, nunca se supo quiénes eran las víctimas. En el 2019, gracias a la cantidad de información genética disponible, se identificó a una mujer y a dos de las tres niñas.
Varios anticipan que la genealogía genética será la nueva revolución forense y los departamentos de policía del mundo requerirán un genealogista de tiempo completo. Sin embargo, estos nuevos desarrollos tienen sus detractores. El recelo viene principalmente de las violaciones a la intimidad. Millones de personas han compartido desprevenida y voluntariamente su ADN con el fin de encontrar a sus ancestros o parientes de sangre. Y, en principio, no estaría mal que esa información se preste para atrapar criminales. ¿Quién no quisiera ayudar a capturar a DeAngelo o al descuartizador de Bear Brook? Lo devastador del asunto es que si la propia información es de ayuda es porque, en el mejor de los casos, uno está conectado con la víctima o, en el peor, con el victimario.
Por mucho tiempo hemos creído que la privacidad es ese espacio de autonomía y desarrollo individual de una persona. ¿Pero qué pasa con la privacidad de la configuración genética de esa persona? Sabemos que en nosotros algo nace y algo se hace. ¿Qué pasará cuando se sepa exactamente con qué se nace? Porque el ADN y los lazos de sangre no solo sirven para encontrar anécdotas genealógicas. Con esta información se pueden crear patrones que permitan establecer las probabilidades que tiene un individuo de desarrollar cáncer, alcoholismo o depresión crónica. También se puede llegar a cálculos tan problemáticos como la probabilidad de que un individuo cometa un asesinato o una violación. ¿Hasta dónde podrán llegar las agencias de seguros con esa información? ¿Hasta dónde podrá llegar la policía? ¿Estaremos condenados a vivir en una distópica mezcla entre Gattaca y Minority Report?