Durante un viaje a México, la persona que atendía el alquiler de carros me entregó las llaves y me advirtió algo así: “Si la detiene algún policía, no le entregue su licencia de conducción, muéstresela a través del vidrio. Por ninguna razón baje la ventana”. La advertencia obedecía a una supuesta práctica en que la policía tomaba el documento y esperaba una “colaboración” del conductor para devolverlo. Durante ese viaje volví a recrear el pequeño miedo que sentía cuando era menor y veía un policía a lo lejos, de tránsito, sobre todo, pero las alarmas se me prendían con todos los demás. En mi infancia era recurrente la advertencia de que la policía detenía a la gente “para ver qué le encuentra” y que era mejor no mirarlos y acelerar.
Volví a pensar recientemente en “las paradas de la policía” mientras tenía una conversación con el gerente de una cadena de hoteles en Bogotá. Hablando de la inseguridad y de las formas en que las autoridades intentan combatirla, me contó de algunas modalidades de robo. Una de ellas consiste en policías falsos que abordan con cualquier excusa a turistas previamente fichados y les piden sus pasaportes. Los turistas, asumiendo que la práctica de parar ciudadanos para asuntos de rutina no es sospechosa, dan sus pasaportes que son luego apropiados por los ladrones, quienes exigen un dinero a cambio. Por lo general, el turista tiene un viaje próximo y paga lo que sea por recuperar su documento.
El problema de que se haya vuelto una práctica común que la policía pare “para ver qué encuentra” no sólo debería estar pendiente de reconsideración por inocua; tal licencia resuelve menos la criminalidad que “el diciembre” de algunos policías. Hay otra razón de más urgencia: se empieza a aceptar una práctica que, aunque sin pretenderlo, facilita delitos cada vez más graves. En muchos países, para que a un individuo lo intercepten, se requiere de la sospecha razonable y justificada de que cometió una infracción. Acá y en otros países latinoamericanos solo se requiere de la voluntad del agente y no hay quien le pida cuentas. Algo sospechoso en términos de derechos, pero que hoy es clave revisar en términos de daños concretos.
Por ejemplo, revisemos lo que está pasando con las plataformas de transporte. Como las plataformas, por negligencia de nuestros legisladores, andan en un limbo jurídico, los policías deciden parar a discreción carros particulares para ver si los multan. La solución de los conductores es pedirles a sus pasajeros que se sienten en el puesto de adelante para evitar “la parada de la policía”. Pero la nueva modalidad ha puesto en riesgo a mujeres y menores de edad. La historia más macabra ocurrió recientemente en Bucaramanga cuando un conductor le pidió a un menor de edad sentarse en el puesto de adelante. El menor, desprevenido, pues es lo que acostumbra, no previó el riesgo que asumía. No voy a contar el resto de los detalles.
Si bien el único culpable de un delito es quien lo comete, es bueno repensar las razones por las cuales seguimos creyendo que la solución a la criminalidad llega vía control “aleatorio”. Cuando la policía pide documentos sin una causa clara afianza formas de inseguridad, primero, porque el esfuerzo es inútil y bien podría estar haciendo otra cosa, y, segundo, porque facilita abusos de la policía o de los criminales. Esto, sin mencionar que el falso control da rienda suelta a los prejuicios sociales y terminan siendo las personas racializadas o con menos oportunidades las que caen ante el “examen” policial. Frenar la criminalidad no es fácil, pero quizá nos estamos haciendo un daño desproporcionado con el “por si acaso”.