Por primera vez desde que dicto clases de periodismo y comunicación, ningún estudiante en dos cursos distintos sabía lo que era un editorial. Hace unos años, al menos especulaban, hablaban de las editoriales de libros o lo confundían con cualquier pieza de opinión. Esta vez, el concepto era enteramente desconocido. Tuve que explicarlo de cero: cómo los medios tienen una línea editorial que uno puede descifrar no solo en los textos que todavía publican como editoriales, sino también en los temas que predominan, los que se omiten y los ángulos recurrentes. Una estudiante, después del debate, lo resumió de una manera interesante: “el editorial refleja la personalidad del medio”.
Robert L. Bartley, exeditor del Wall Street Journal, decía que las páginas editoriales se encargan de las noticias de las ideas, mientras que las demás secciones narran las noticias de los eventos. La distinción me parece importante, sobre todo frente a ese mantra que se repite hasta el cansancio, de Trump a colegas periodistas, de que hay que dejar la opinión a un lado y limitarse a “informar”. Que existan malas opiniones no quiere decir que opinar deba eliminarse. El rigor que requiere una buena columna o un buen editorial es tan alto como el de un reportaje sólido. En el editorial es además importante esa voz colectiva del medio.
Sin embargo, hoy los editoriales parecen en vía de extinción. En Colombia pocos medios lo usan (de ahí que los estudiantes lo desconozcan). En Estados Unidos, cadenas como Gannett decidieron eliminarlos, en la misma línea de “disminuir la opinión” bajo el argumento de que los lectores no quieren que los alienemos diciéndoles qué pensar. El premio de la Asociación de Prensa de Virginia al “liderazgo editorial” ya no se entrega porque simplemente dejaron de haber candidatos. Y, al mismo tiempo, en un medio de referencia como el Washington Post, Jeff Bezos impuso restricciones ideológicas a la sección de opinión firmada, lo que llevó a la renuncia de su editor. Ese contraste muestra hasta qué punto el debate sobre la voz de los medios está tensionado: se reducen los espacios colectivos y se multiplican las presiones de propietarios y figuras individuales.
Paradójicamente, mientras crece, con razón, la sospecha de desinformación sobre los artículos sin firma, en parte debido a la proliferación de la inteligencia artificial, olvidamos que el editorial nació precisamente como un texto sin autor: la voz del medio, no de un periodista particular. Es cierto que algunos medios colombianos están reivindicando la autoría colectiva en sus reportajes. Pienso, por ejemplo, en los firmados por La Liga contra el Silencio o por Mutante, pero esa apuesta no se ha trasladado con la misma fuerza al terreno de la opinión. Y es allí donde me parece relevante.
En un ecosistema donde se premia al periodista-influencer, rápido en redes, sin editores, sin contraste de fuentes, donde la noticia se convierte en contenido de consumo inmediato, recuperar el editorial sería una manera de recordar que la reflexión no es un lujo, sino una responsabilidad. Que la crítica pública no se ejerce desde el ego ni la marca personal, sino desde un proyecto colectivo que da la cara a las audiencias.
Al dejar morir a los editoriales no solo se pierde un género. Se pierde también la posibilidad de que un medio tenga una voz institucional distinta de la de un dueño poderoso o de un periodista estrella. Se pierde esa instancia en la que un proyecto periodístico se atreve a decir, con reportería y argumentos, lo que ocurrió pero también lo que significa, proponiendo una guía para la conversación pública. Sin buenos editoriales, los medios se van quedando sin un rasgo importante de su personalidad.