En su columna del pasado 13 de octubre en The New York Times, Pamela Paul reflexionó sobre hechos que ocurrieron en la Universidad de Stanford en el contexto del conflicto entre Israel y Hamás. Entre las anécdotas que cuenta hubo dos que me impactaron. La primera, la de Alma Andino, una estudiante judía de último semestre. Andino narró los ataques de pánico que se le desataron desde que inició el conflicto y que solo se agravaron con las pancartas que se publicaron afuera de una de las casas de la universidad; uno de los banners decía: “Sionismo es genocidio”, y el otro: “La ilusión de Israel se está quemando”.
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La segunda anécdota ocurrió en el salón de clase y se la narró a Paul un estudiante que estuvo presente. El profesor les pidió a los estudiantes judíos que alzaran sus manos. En seguida le quitó a uno de ellos las pertenencias y le pidió que se parara aparte del grupo. Una vez separados les dijo que eso mismo fue lo que hicieron los israelíes con los palestinos. En otra sección, el mismo profesor le preguntó a un estudiante israelí cuántos judíos habían muerto en el Holocausto. A la respuesta de “seis millones”, el profesor le dijo que “muchos más murieron en la colonización, que es lo mismo que Israel les hace a los palestinos”. Para completar, les pidió a todos los estudiantes que dijeran de dónde eran para establecer si eran colonizados o colonizadores.
Las anécdotas son chocantes, pues contrastan con lo que debería ser la universidad, un lugar en el que se piensa y, por lo mismo, se discute entre y desde la diferencia. La búsqueda de la verdad exige todas las veces tomar diversas rutas, aceptar verdades parciales y volver a darles vuelta. Son muchos los caminos que debe transitar el pensamiento, incluidos todos los equivocados, para llegar a un argumento serio. “Pensar” no es algo que suceda en el vacío y luego se comunique en versión final. Hablar y escribir son las formas en las que se concreta el pensamiento. Y porque se requiere de otros en ese cambiante ejercicio, también se requiere de la caridad, paciencia y generosidad de esos otros. No porque “toda opinión valga”, sino por lo contrario: porque los primeros pensamientos “no valen”, “son prueba”, “tanteo”.
El lío es que las universidades de hoy no solo deben perseguir el conocimiento, también deben andar tras el “impacto”. Algo que no es del todo malo, pues el impacto es una búsqueda de relevancia, de efecto, de cambio. El problema está en que también es un factor determinante en los rankings y estos a su vez influyen en la obtención de recursos, inscripción de estudiantes, competencia, etcétera. Por lo mismo, ese impacto ha normalizado la vocación pública de los profesores. Vocación que se traslada a las redes sociales, sus dinámicas y discursos. Cuando un profesor quiere demostrar “impacto”, crea y publica conocimiento, pero también participa en foros, conferencias, escribe en medios y ahora también se vuelve ¿exero?
Pero las dinámicas y formas de las redes son contrarias a las formas del pensamiento lento, riguroso y crítico que debería caracterizar a toda universidad. Un profesor que se para en el aula de clase y divide a los estudiantes en colonizados y colonizadores está actuando más como un posteador de X que como un interlocutor. Es como si las redes hubiesen afectado las formas como nos comunicamos por fuera de ellas y esto nos ha devuelto en el tiempo. ¿Se acuerdan de haber leído de épocas en que los profesores se paraban y pontificaban? Si los profesores de hoy igualan su persona de redes a la persona que enseña, estamos invitando la autoridad y dejando de lado la persuasión.