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La reciente muerte del cineasta estadounidense David Lynch me llevó a ver nuevamente un corto publicitario que dirigió en 1991 para el Departamento de Sanidad de Nueva York. La pieza, que parte de una campaña con el eslogan “Nos importa Nueva York”, buscaba sensibilizar a los ciudadanos sobre la suciedad en la ciudad. La narrativa que Lynch eligió fue una de horror con lo que logró un impacto visual poderoso y disruptivo para este tipo de comerciales.
La publicidad comienza con un plano de Manhattan en blanco y negro, acompañado de una música sombría, casi amenazante. El primer personaje que aparece es un hombre con traje de saco y corbata que, con una actitud entre cínica y maliciosa, lanza un papel al suelo. Su gesto, casi zombificado, parece insignificante, pero la cámara se detiene en el papel que rebota en el pavimento, mientras el hombre se aleja impune. La escena transmite una sensación de crimen cometido, uno que pasa desapercibido, pero que deja huella. De inmediato, ratas emergen de una guarida en lo que parece ser el metro, como si ese pequeño acto de desprecio hubiera desencadenado algo más profundo, más oscuro.
La siguiente escena es especialmente perturbadora por su contraste. Una niña espera con alegría mientras su madre le entrega una paleta. Al fondo, el imponente hotel Palace enmarca el momento, casi como si fuera una publicidad de dulces. Pero la magia se rompe cuando la madre lanza al suelo el envoltorio del helado. La niña observa de reojo la basura, pero pronto vuelve a concentrarse en su premio, ignorando lo que acaba de presenciar. La escena se desvanece para dar paso a la imagen de una cola de rata moviéndose entre las rejas de una alcantarilla, como si esperara su momento para dominar.
El comercial avanza con un ritmo frenético, mostrando a diferentes personajes arrojando basura: desde automóviles, en reuniones sociales, en el ajetreo diario del trabajo. Esta escena está interrumpida por el primer plano de una rata que, con una mueca grotesca, parece burlarse de todos. La secuencia final regresa al plano de Manhattan, ahora más oscura, infestada de ratas que invaden el paisaje urbano.
Lynch no solo retrata un acto cotidiano, sino que lo convierte en una metáfora del desprecio hacia el lugar que habitamos. Por años, organizaciones ambientales han estudiado las razones detrás de por qué la gente tira basura, y las respuestas revelan una preocupante indiferencia. Algunos creen que la limpieza es únicamente responsabilidad de las empresas de aseo. Otros culpan a los gobernantes por no instalar suficientes canecas, justificando así su propia negligencia. Está también la lógica de las “ventanas rotas”: si ya hay basura en el suelo, una más no hará la diferencia. Finalmente, muchos actúan bajo la certeza de que no habrá penalización ni vigilancia, lo que refuerza la impunidad.
En Colombia, y especialmente en Bogotá, el discurso público sobre el problema de las basuras suele centrarse en culpar a otros: al gobierno, a las empresas, al “otro” anónimo. Y aunque es cierto que las instituciones tienen una tarea que muchas veces incumplen, no podemos excusar nuestras acciones individuales. Una ciudad se degrada cuando sus ciudadanos, con la misma desidia que los personajes de Lynch, arrojan basura sin remordimiento. El verdadero horror no son las ratas que se multiplican en las alcantarillas, sino una ciudadanía que permite que el desprecio por lo común se convierta en hábito.