Cuando uso en clase el término queer, que traduce “raro”, muchas personas creen que estoy hablando únicamente de la comunidad LGBTI+. La interpretación no es errada. Durante las últimas décadas, las minorías sexuales se han apropiado del término queer como una expresión de orgullo y resistencia. Históricamente, sin embargo, queer se utilizó sobre todo como un término algunas veces estigmatizador, para referirse a las personas en situación de discapacidad. Si alguien tenía un impedimento cognitivo, no podía oír, le faltaba algún miembro del cuerpo, era queer o raro.
No en vano los estudios sobre teoría queer y discapacidad se superponen seguido. Las dos disciplinas investigan los cuerpos, el deseo y las identidades. También investigan cómo esos deseos y cuerpos son juzgados como normales y anormales. O, más precisamente, y de ahí la convergencia de los estudios, cómo el deseo “normal” imagina y exige cuerpos “normales”. Por eso, lo queer no sólo se opone a la heterosexualidad o a la relación entre un hombre y una mujer. Para ser precisos, lo queer se opone a la heternormatividad, a ese conjunto de normas que determina la vida “ideal” y que asume que todos debemos querer lo mismo, quererlo de la misma manera, con el mismo cuerpo y casi con el mismo orden.
La heteronormatividad es un paquete imaginario que rige nuestras vidas y que implica tener un tipo de cuerpo —o un tipo de cuerpo a cierta edad— y desear solo ciertos tipos de cuerpo. También implica atar ese deseo y legitimarlo en la institución del matrimonio idealmente religioso. Eventualmente, la heteronormatividad pide tener hijos y una profesión estable y respetable, amasar patrimonio —o al menos aspirar a eso—, y hoy en día, además, comunicarlo sin mucho exceso, pero sin mucha restricción. Un post acá y una foto allá con ropa y estilos también condicionados a la representación de una vida “en norma”.
La pandemia revolcó muchos aspectos de esa vida. Lo vimos al inicio muy casualmente en las pijamas perennes. Más significativamente, en los divorcios y en las quiebras. Sí, a cierta edad, todo lo que sea “no casado” es una pérdida de estatus, y una quiebra o un despido es más que una disminución monetaria. Como lo oí el otro día en una película: “La gente te pregunta en qué trabajas para calcular rápidamente cuánto respeto te otorga”. La norma con la que se hace la evaluación social de nuestra vida es, en últimas, tan arbitraria como intransigente.
Pero, bueno, como el golpe fue tan generalizado, se despertó la reflexión y varias personas comenzaron a cuestionar la norma. Vimos la renuncia masiva de trabajos, que la derecha atribuye a los subsidios, pero que en realidad responde al atestiguamiento de la muerte y sus estragos. Y ahora veremos los nuevos cuerpos. Las secuelas sicológicas y físicas de la pandemia han cambiado para muchos la forma de respirar, caminar, hablar. Sus cuerpos son ahora diferentes. Veremos muchos queers y, dentro de los desviantes de la norma, muchos crips, que es el término que quieren reivindicar los estudios sobre discapacidad. Ojalá que entre más raro se siga volviendo el mundo más rápido sea el cambio por incluir a los queers y crips que llevan años pidiendo visibilidad, justicia e inclusión.