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El buen esposo que “ayuda en la casa”

Catalina Uribe Rincón

27 de noviembre de 2020 - 10:00 p. m.

La pandemia y sus cuarentenas cambiaron las rutinas del hogar. Aquellos que nunca se quedaban en su casa tuvieron que asumir muchas de las tareas domésticas invisibles que a menudo recaen sobre la mujer. Otros que estaban acostumbrados a la mal llamada “señora que les ayuda” entendieron lo dispendioso, largo y muchas veces desagradecido de este trabajo. El revuelco de las rutinas ha desatado centenares de discusiones anecdóticas. Entre las conversaciones al respecto me ha llamado la atención un comentario que se ha vuelto constante entre amigas y familiares: “Pa’ qué, pero él me ha ayudado en la casa”.

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En el caso de la empleada doméstica, el verbo “ayudar” le quita su estatus de trabajadora y la hace caer en la trampa del servilismo feudal. Algo distinto sucede con el marido. El ahora nuevo ayudante no cae en el servilismo sino en el elogio. La racionalidad tácita es algo así: “Aunque no es su deber, aunque la cultura no lo obliga, el esposo lo hace. Me presta esa ayuda en una labor que, por defecto, es para mí, pero que él, que es más de este tiempo, que es más considerado, está dispuesto a auxiliar”. Lo que no estaría mal del todo si las cargas, a la antigua, estuvieran nítidamente divididas. Pero es difícil entender el “auxilio” cuando la mujer además trabaja por fuera del hogar.

En uno de los cientos de grupos de Facebook para madres hubo una discusión con respecto a los permisos que se les daban a las empleadas domésticas para ir al colegio o al médico de los hijos. A una mujer se le ocurrió comentar que una de las cosas que tenía en cuenta para contratar era “que no tuviera hijos pequeños”. En seguida la discusión se encendió. Varias mujeres le reprocharon su falta de solidaridad. ¿Cómo no iba a entender que las mujeres deben estar pendientes del bienestar de los hijos? Si algo debiese hacer una mujer es simpatizar con la carga de las otras mujeres.

Por supuesto, nadie comentó sobre el rol de los padres en las citas de los hijos. Y así me quejé con una amiga. Ella, madre, me respondió: “Ir a las citas es lo de menos. Lo difícil es que se les ocurra que hay que ir a la cita. O, si llegan a ir, que presten atención”. Y ahí até cabos. Otra amiga me había ya contado que para una importante reunión de su empresa su marido se había quedado con el hijo. En medio de la reunión, de solo unas cuantas horas, el marido asomó varias veces la cabeza por encima del muro para pedirle instrucciones. Habían estado encerrados prácticamente desde que nació la criatura, ¿cómo era posible que ella tuviera información de la que él careciera?

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Pues bien, eso es. Lo que los “más progres” igual se rehúsan a hacer es asumir la carga de la “pensadera”. Pueden ir físicamente a la cita, manejar hasta allá, alzar al bebé, incluso cambiar el pañal. Pero es la mujer la que se acuesta rumiando cómo organizar, qué averiguar, qué pedir, qué mercar, qué hacer. En esa tarea tan mentalmente agobiante muchos maridos ni siquiera “ayudan”. Por eso no hay casi grupos de padres en redes sociales. La mayoría no se acuesta pensando si quizá ya es edad de cambiar de la leche a la papilla. No hay chats porque no hay preguntas y no hay preguntas porque la administración del hogar sigue sin interesarles. Ese es un desdén silencioso que es más difícil de identificar y, por lo mismo, de denunciar.

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