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A las 20:45 de un lunes, la cantante catalana Rosalía inició su transmisión en directo por TikTok. Mientras interactuaba con sus fans, develó que se dirigía a la Plaza de Callao, en el centro de Madrid. Sus seguidores, sin pensarlo, se fueron hasta la Gran Vía a encontrarse con su ídolo. Una pareja respiraba como si terminara una maratón: le gritaban con emoción a un periodista que estaban tranquilos en casa revisando su celular, pero cuando oyeron a la cantante, salieron corriendo a su encuentro. Rosalía llegó en su Nissan con un rosario colgando, una túnica blanca, y se bajó. Empezó a correr, seguida de sus fans. Después, entró en un hotel y desapareció.
Varios se quedaron esperándola de nuevo. En medio del jolgorio pasó un autobús municipal y una mujer mayor empezó a mandar besos a la multitud como si fuera reina de belleza. Los fans de Rosalía la ovacionaron. En las pantallas de la plaza apareció la cubierta de Lux el nuevo álbum de la catalana en el que aparece con un velo blanco de monja y los brazos dentro de un vestido que parece una camisa de fuerza de un hospital siquiátrico. La cantante tiene los ojos cerrados como en un trance religioso. La imagen espiritual contrasta con todos sus fans tomando foto a la foto del álbum. Una representación del ideal religioso de un delirio compartido.
La escena me evocó una nueva forma de fervor: una religiosidad sin dogma, una liturgia sin altar. Rosalía no predica, pero su puesta en escena está llena de símbolos: el rosario, la túnica, el gesto místico. Como una monja pop que anuncia un disco, al mejor estilo Madona (luz, revelación, promesa), convierte la calle en templo y el teléfono en santuario. La devoción no depende de la obra, sino del instante. La emoción de la aparición.
Cuando leí las crónicas del caos en Callao, gente conglomerándose sin plan, corriendo sin saber a dónde, pensé en Petro. En su manera de convocar al “pueblo” con la misma lógica del hype, del “vengan todos, ya les cuento”. La más reciente llamada a concentrarse en Bogotá como un supuesto acto de defensa colectiva ante el “monstruo de Donald Trump”. Una convocatoria emotiva y urgente, de esas que le gustan al presidente colombiano en las que apela al temor, a la identidad y al espectáculo de masas. Su lenguaje característico de tono mesiánico: “Defenderé la soberanía”, “El pueblo se ve en la plaza”, “Nos veremos allí para mostrar que no somos súbditos”.
Y no, porque él no busca súbditos sino fans. Esos que llegan sin agenda visible esperando a que su artista lance el nuevo sencillo. Un resultado más parecido a la publicidad: plaza llena, pocas preguntas, poco debate y más espectáculo. En la cultura del hype, la expectación es el producto. Rosalía lo maneja como artista; Petro, como político. En vez de un disco, nos vende la constituyente, la soberanía, el poder popular. Pero detrás de esa energía hay algo más profundo: la sustitución del ciudadano por el fan. Quien asiste ya no busca participar, sino sentirse parte de algo luminoso. El entusiasmo reemplaza la deliberación; la convocatoria sustituye al argumento.
Petro y Rosalía lo saben: vivimos en una época en la que todos aprendimos, como dice el profesor Joshua Gamson, “el trabajo de ser observados”. La celebridad ya no es el privilegio de unos pocos, sino una forma colectiva de estar en el mundo. Todos actuamos, todos miramos, todos queremos ser parte del momento. Pero mientras ella convierte esa dinámica en arte, él la traslada a la política, donde el trance tiene consecuencias. Convocar por convocar, llenar por llenar, es vaciar el sentido de lo público. La política del fandom puede emocionar, pero también anestesia. Porque los fans, a diferencia de los ciudadanos, sólo siguen, esperan, celebran.
