Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En Colombia es común que los escándalos tengan más eco cuando involucran instituciones de élite. Recordemos las denuncias de acoso en las universidades Javeriana y Andes, los casos de abuso sexual en el Colegio Marymount y ahora el matoneo en el Colegio Helvetia. Dejando de lado el sensacionalismo de los medios y el morbo de las audiencias, que parecen alegrarse de que cosas malas pasen en esos lugares, estos hechos deben servirnos para pensar colectivamente sobre violencias que trascienden estas instituciones.
Los abusos están siempre latentes en colegios y universidades. Y se presentan por lo general con el tinte racista, sexista y homofóbico que les imprime la sociedad. El odio y el daño brotan de muchas fuentes. Pero también de muchas fuentes podemos valernos para responder. Es más, para enfrentar males amañados hay que echar mano de toda la sabiduría disponible. No hay fórmula, no hay protocolo, no hay regla que baste para crear comunidades que protejan la individualidad. ¿Sirven las guías? Sí, pero son siempre insuficientes.
Es acá donde parece que la sombra de la ley nos está coartando. Para ser clara: hay que agradecerle a la ley, pues ha marcado la línea del bien cuando nadie más se ha atrevido. Pero eso no quita que las oficinas jurídicas estén ahogando la conversación. Miren el ciclo estandarizado de estos escándalos: se hace la denuncia, el caso se sensacionaliza, la institución saca un comunicado legalista y ya está. Las víctimas sacan valor de donde no lo tienen y se exponen en toda su fragilidad a la discusión pública, solo para que el mensaje sea: “Blindémonos de cualquier demanda”.
El lenguaje tiene el poder de crear nuevas realidades, de ajustar rumbos, de sanar heridas. Se puede pedir perdón así no haya culpa porque la responsabilidad no se agota en la culpa. Siempre es posible haber hecho más, haber actuado antes, haber entendido mejor lo que pasaba. Por eso está bien enfurecerse con uno mismo por no haber conseguido proteger la individualidad de los demás. Es más, como educadores, nada más sospechoso que una conciencia tranquila. Si la razón es activa, debe hacer eco por todas partes. Pero si lo está haciendo, no está siendo reflejado en el lenguaje.
Los comunicados de las instituciones educativas son ya intercambiables. En los distintos casos se habla de “ruta de atención integral de la convivencia”, “recomendaciones de profesionales”, “sistema de alertas de la Secretaría de Educación”, “activación de protocolos”. La cosa es tan acartonada que es posible hacer un listado de palabras para que la inteligencia artificial las mezcle aleatoriamente y ya está: se condena el hecho y se defiende a la institución. “Las autoridades”, “líneas de acción”, “incentivar”, y mejor ni leer porque nadie pensó.
No estoy diciendo que comunicar sea fácil, tampoco estoy diciendo que no sea riesgoso. Solo estoy diciendo que, cuando lo correcto está en juego, hay que asumir la dificultad y el riesgo. ¿Y si nos demandan por hacer lo correcto? Para eso sí están las oficinas jurídicas. El punto de base es no perder el norte: si hay personas acosadas, matoneadas, acorraladas, ni la sociedad, ni las instituciones educativas, ni las familias estamos haciendo lo suficiente.
