Según P.S. Conteh, los muertos tenían hasta la madrugada del “Día de Todos los Santos” para deambular por la tierra antes de irse al más allá.
Esa noche, conocida hoy como Halloween, era la última oportunidad para que los fallecidos se vengaran de sus enemigos. Para evitar que algún alma tomara represalia, los vivos usaban máscaras y disfraces con el fin de esconder su identidad de los muertos. Se creía que los espíritus nos reconocían por nuestro aspecto.
Esta semana, el mundo del espectáculo ha estado consternado con la reciente cirugía plástica de Renée Zellweger, conocida por su papel en El diario de Bridget Jones. Pero no porque algo haya salido mal, sino porque, aunque muy atractiva, quedó completamente irreconocible. De sus rasgos más característicos —cara redonda, pómulos grandes y ojos rasgados— no quedó nada. Muchos medios han dicho que “parece hermana de Nicole Kidman”, que “hubo un cambio de persona”.
Cada quien adquiere su identidad a partir de lo que los otros captan de uno. Y, sin duda, nuestra cara es parte de la construcción pública de lo que “somos”. De ahí que haya quienes alteren su personalidad cuando se disfrazan. Pero eso está bien porque es un disfraz. Es temporal. También está bien cambiar el color del pelo o la forma de la nariz porque se altera poco. Es más, entre menos se perciba tanto mejor la cirugía. La idea es quedar “natural”. Cambiarse el sexo, por ejemplo, no se considera “natural”.
¿Qué quiere decir que una actriz decida amoldarse como se amolda un personaje? En griego antiguo “persona” significa “máscara”. Lo que parecemos, en efecto, no es siempre lo que somos. Y, más aún, no somos para siempre la misma persona. En lo “espiritual” se nos deja transfigurar: “Cambiamos de tiempo, amor, música e ideas”.
Pero en lo físico no. Michael Jackson murió con el estigma de haber dejado el negro por el blanco. Es el rostro. La identidad. Y si algún día nos cansa nuestro reflejo, para algo está Halloween.