
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Una característica muy colombiana es aspirar a obtener otra nacionalidad. Un pasaporte alternativo funciona casi como una corrección de trayectoria: un intento de sentirse menos “de aquí” y un poco más “de allá”. Después de años cargando estereotipos de narcotráfico, corrupción, pobreza, Pablo Escobar, la vergüenza de ser colombiano es más la norma. Y no basta con el documento, también ojalá “parezcas” de ese otro país. Algunos amañan su acento, suavizan el español y se encargan como sea de comunicar por el lado que tienen “otra ciudadanía”. De ahí que parezca más incomodidad que adaptación.
No sorprende entonces que haya sido Bernie Moreno, un colombiano de nacimiento, quien presentara una propuesta de ley para que en Estados Unidos la ciudadanía solo pueda ser una. La Exclusive Citizenship Act es una propuesta para obligar a renunciar a cualquier otra nacionalidad. Moreno justificó su hazaña diciendo que ser estadounidense fue “uno de los mayores honores” de su vida y que renunciar a lo colombiano fue casi natural. Una especie de purificación administrativa que ahora quiere generalizar.
Su discurso encaja en un patrón conocido: tratar la ciudadanía como una esencia. Como si un país pudiera definir algo profundo de una persona, como si la identidad fuera indivisible y no una mezcla constante de historia, oportunidades y accidentes. La idea de que solo se puede tener una nacionalidad no describe el mundo real: describe una ansiedad. Y es la misma ansiedad que está detrás del complejo colombiano del pasaporte y de la que ni Petro se salva; cuando tuvo el chance le dijo a Trump públicamente en redes sociales que no importaba no tener visa porque “soy italiano”. Muy decolonial en sus discursos, pero con la compulsión de mostrar ese linaje europeo.
Lo curioso es que detrás está un hecho simple: las nacionalidades son completamente arbitrarias. En algunos lugares basta con nacer para obtener ciudadanía de por vida, mientras en otros puedes nacer, crecer y trabajar sin que jamás te reconozcan como propio. En ciertos sistemas un tataranieto distante puede heredar una ciudadanía que jamás usó ni conoció, mientras alguien que lleva décadas viviendo y aportando allí sigue por fuera porque no cumple un requisito burocrático. Todavía además es posible comprar ciudadanías si eres lo suficientemente rico. No hay coherencia identitaria posible en un modelo así; solo decisiones administrativas acumuladas en distintos momentos y por distintas razones.
Nada de esto tiene coherencia moral ni lógica existencial. Son mecanismos creados para administrar poblaciones, no para definir personas. Pero aun así, se les pide a las personas que den estatus, pertenencia, orgullo, distancia, reparación. Moreno quiere convertir una ficción administrativa en una prueba de lealtad. Y muchos colombianos quieren convertir un pasaporte nuevo en la solución a un complejo histórico. Pero una nacionalidad no deja de ser lo que siempre ha sido: una convención útil. Cuando tratamos esa convención como si fuera un diagnóstico de identidad, lo único que logramos es enredarnos en la ilusión de que un papel puede corregir un origen o rediseñar quiénes somos.
El problema no es aspirar a otra ciudadanía ni criticar la doble; es el discurso que construimos alrededor de ese papel: la idea de que una nacionalidad puede mejorarnos, validarnos o convertirnos en alguien más presentable. La pertenencia a este o cualquier otro país no se hereda ni se compra: se construye. Se construye trabajando, involucrándose, asumiendo responsabilidades y contradicciones. Mientras sigamos pensando que el pasaporte sustituye ese vínculo, el complejo seguirá ahí, aunque la portada cambie.
