A propósito del día de la madre, una joven se acercó a venderme tarjetas de regalo. Una de ellas tenía un dibujo de una muñeca. Ante mi expresión de desconcierto me respondió con entusiasmo: “¡Es una niña jugando a ser mamá!”.
Sin duda, la maternidad se nos inculca culturalmente como una especie de tendencia instintiva. Es más, no sólo se nos dice que por naturaleza algún día vamos a querer ser madres, sino que tenemos la disposición natural para realizar exitosamente nuestro destino. El problema con este mito radica en que, por un lado, el famoso “instinto” en realidad se aprende, y, segundo, no todas las mujeres nacieron para ser madres.
Kate Baldwin, profesora universitaria y madre de cuatro hijos, escribió en el Huffington Post sobre el primer punto: “Como mujeres, estamos expuestas constantemente a situaciones relacionadas con la crianza en donde el rol de madre parece no sólo predestinado sino presupuesto, (…) se asume que la madre horneará ponquecitos, se hará cargo del paseo del colegio y estará pendiente de las tareas de sus hijos”. “Pero”, añade, “¿por qué nunca se menciona el hecho de que uno tal vez no quiera hacer eso?”.
El punto de su artículo es, precisamente, que el instinto maternal no está dado. No hay una tendencia natural al sacrificio. Se aprende a querer un oficio, el de madre, pero aprender a querer y querer no es lo mismo. Quitarle la “naturaleza” a la maternidad permite no sólo reconocer el esfuerzo sino que deja ver como necesarias las soluciones de compromiso.
La reflexión de otra profesora universitaria en Facebook apuntaba a la decisión de ser madre. Según ella, hay tres tipos de mujeres: las que nacen para ser madres, las que nacen para ser tías y las que no deberían tener un niño ni a diez metros de distancia. Cuando alguien termina en la categoría equivocada, concluye, ni es feliz, ni deja ser feliz a los demás.