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A principios de este mes la Policía tuvo que evitar que un grupo de personas lincharan con piedras y correazos a un presunto ladrón de celulares en Bogotá.
Ayer circuló en los medios un video en el que un grupo de taxistas golpeaba a dos menores de quienes, al parecer, acababan de asaltar con un arma de fuego a uno de los conductores. Estos casos no son aislados y se complementan con el incremento en la compra de armas no letales por parte de los capitalinos para hacerle frente a la creciente inseguridad.
Fenómenos como este no ocurren solo en Colombia. El fin de semana después de la famosa masacre de Colorado en EE. UU., donde murieron 12 estudiantes y un profesor, dicho estado aprobó créditos para que 2.887 personas compraran armas de fuego. Sin duda, en cualquier parte del mundo, el miedo por la propia vida se traduce en desconfianza por las instituciones y en la búsqueda de un sistema de defensa. La pregunta de fondo es si funciona.
El pánico moral, como el que estamos viviendo los bogotanos, es aquella sensación de amenaza a ciertos valores sociales producida por un evento, una condición, una persona o un grupo. Uno de los clásicos ejemplos fue el temor exacerbado de los británicos por los atracos callejeros en la Inglaterra de los 70. Los medios cubrieron el fenómeno de tal forma que los atracos se asociaban siempre con afrodescendientes, incrementando los niveles de racismo.
Esto no quiere decir que no hubiera atracos por personas negras en Inglaterra como tampoco quiere decir que no tengamos inseguridad en Bogotá. El punto es que cuando nos invade el pánico se producen consensos autoritarios que desvían la atención y aumentan los estigmas contra ciertos grupos de la población. Convivir con la inseguridad no es una opción como tampoco lo es la solución cortoplacista de comprar armas y linchar presuntos delincuentes. En Inglaterra fue contra los afrodescendientes, en Bogotá podría ser contra cualquiera.
