El persistente odio de los antiderechos

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Catalina Uribe Rincón
22 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.
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La semana pasada asistí a un conversatorio con la directora de cine Céline Sciamma. La charla fue sobre su última película, Retrato de una mujer en llamas, que trata de la historia de amor entre dos mujeres, una pintora y una aristócrata designada a casarse con un milanés que no conoce. La historia transcurre a finales del siglo XVIII. Uno de los asistentes del conversatorio le preguntó a la directora por qué había decidido situar su historia precisamente en esa época, a lo que ella respondió: “Porque me permite mostrar que la historia de los derechos de las mujeres no es lineal como muchos creen”. El siglo XVIII, contó Sciamma, fue un momento importante para el desarrollo y crecimiento de las mujeres. Al igual que hoy, en donde hay más mujeres visibles en el cine, la literatura, la música y la pintura, en ese entonces cientos de mujeres consiguieron acceder y hacer parte del mundo de las artes y ser vistas y reconocidas en su actividad.

Claro, su participación era limitada y celosamente controlada. Las mujeres no podían pintar desnudos masculinos, por ejemplo, y debían firmar sus cuadros bajo nombres de hombres —sus padres, hermanos, esposos— para ser presentadas en galerías. Sin embargo, se podía respirar un aire de renovación en cuanto a su libertad. La moda empezó a reflejar ese cambio. Una característica del vestuario, que la película muestra con insistencia, son los vestidos con bolsillos. Aunque los bolsillos amplios para las vestimentas de mujeres parecerían un invento de este milenio al mejor estilo de Carolina Herrera, en realidad, el siglo XVIII retomó una tradición que iba y venía desde la Edad Media. Los vestidos de los hombres llevan muchos siglos con bolsillos, pero las mujeres, inútiles e inutilizadas, deben limitar e incomodar su movilidad con una cartera.

Pero la felicidad de los bolsillos no duró mucho y menos la de los otros “privilegios”. Entrado el siglo XIX, movimientos conservadores volvieron a abogar porque la mujer se restringiera a ser madre, esposa y musa inerte. Los vestidos volvieron a ser ceñidos e imprácticos, para resaltar las curvas femeninas, y la participación masiva de mujeres en artes y el mundo público disminuyó notablemente. Y de ahí el énfasis de Sciamma: no marchamos firmemente hacia la libertad y el reconocimiento. Sin duda, los movimientos que buscan eliminar la existencia de la mujer en la vida pública, de la razón, de la creación, son geográficamente esporádicos y frágiles. Ya desde el siglo V la historia registró a mujeres como Hipatia de Alejandría, que murieron mártires a manos de cristianos radicales por exitosamente hacer filosofía y hacerla pública. En otras palabras, por obligarlos a ser testigos de la rigurosidad, la complejidad y la excelencia de su mirada.

En estos días Colombia vuelve a discutir el aborto. El hecho de que nuevamente algunos sectores políticos quieran penalizarlo en todas sus causales debe alarmarnos, aunque no sorprendernos. Los antiderechos de la mujer hablan del “respeto a la vida”, aunque lo único que hacen es desvalorizarla. Las mujeres han abortado siempre —la película de Sciamma lo muestra y el personaje de su pintora vuelve y lo registra—. Y, además, siempre lo han hecho para proteger su libertad y su vida. Como ese es el valor que le dan, que es un máximo valor, arriesgan su cuerpo. Las mujeres no abortan por reflejo, aunque sí parece que es por reflejo que los antiderechos vuelven una y otra vez a preferirlas muertas antes que creando un mundo en donde ellas puedan también verse reflejadas en su agencia.

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