Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La frenética tuiteadera de Petro tuvo una característica particular el miércoles: en casi todos sus tuits mencionó al “pueblo”. Verónica Alcocer y Francia Márquez le hicieron eco a la misma palabra. La insistencia no es nueva. Desde que estaba en campaña, Petro decidió apropiarse del recurso retórico de ser él la “encarnación de la voz del pueblo”. Esta semana, sin embargo, el asunto ya rayaba en lo caricaturesco: “El Congreso no debe dar la espalda al pueblo”, “Hasta donde el pueblo quiera”, “Esta es la verdadera gobernabilidad: la genera el pueblo”, “Todo ministro o ministra debe obedecer el mandato popular”, “El pueblo no se rinde, carajo”, “El pueblo vuelve a las calles”.
Lo curioso fue que la oposición empezó a responderle al Gobierno desde la misma retórica. A propósito de los videos que circularon con niños de colegio marchando, la senadora Paloma Valencia increpó a Petro: “Usar a los niños de los colegios públicos perdiendo clases… es más bien una señal de profundo irrespeto por el pueblo”. El congresista Miguel Polo Polo le escribió a Francia Márquez que Colombia no es racista, sino que a ella la cuestionan “por sus despilfarros y excesos con dineros del pueblo”.
El “pueblo” es sin duda uno de los términos más trillados como elemento discursivo. Cada político lo usa a su antojo. Sin embargo, el asunto no fue siempre así. Más o menos antes de 1930, solo aquellos que se encontraran por fuera de los asuntos públicos eran considerados el pueblo. Claro, esto hace de lo referido algo supremamente amplio. De hecho, algunos historiadores han resaltado las diferencias entre los trabajadores urbanos que eran una variedad “mejor” de pueblo y los campesinos de zonas rurales que eran ese “pueblo raso”. Pero todos eran pueblo, al fin y al cabo.
En algún momento pasamos de la distinción sociológica a una suerte de espiritualismo. No olvidemos que para describir a Jorge Eliécer Gaitán se dice con frecuencia: “Gaitán era el pueblo y el pueblo era él”. La cosa no es tan compleja como la Santísima Trinidad, pero en el discurso político latinoamericano el pueblo se comenzó a sublimar. Aun así, como cuando la religión todavía era fuente de verdad, los registros históricos sugieren una conexión entre la voz del pueblo y la voz de Gaitán. Imprecisa como fuera, parece haber sido real.
El lío es que las épocas tienen su ethos y permiten concreciones del espíritu que luego ya no van. Quedarse en esa época es quedarse en el recuerdo. Hoy el cuento va por otro lado: en un esfuerzo por engrosar efectivamente la categoría de ciudadano. En otras latitudes la atención se dirige a precisar la exclusión (i. e., la violencia no es igual para una mujer blanca que para una negra o para una negra homosexual). Quizá no podemos darnos todavía el lujo de tanta finura y nos toque contentarnos con salvar la ciudadanía a secas, pero, por atascados que estemos, no lo estamos tanto como para oír todo el día a los “médiums” del pueblo.
Hoy tenemos a López Obrador diciéndole a la oposición que escriba 100 o 200 veces las frases: “El pueblo sí existe”, “Debo respetar al pueblo”, “La democracia es el gobierno del pueblo”. Y, bueno, hasta Álvaro Uribe ataca a sus contrincantes diciendo que “se engaña al pueblo colombiano”. Un pueblo bastante democrático, al parecer. Tan democrático que en su infinito amor cobija a todos los partidos y tan misericordioso que excusa todas las transgresiones, las pasadas, las presentes y las que habrán de venir.
