Preocupado por la mercantilización de los concursos de vinos, el sumiller belga Eric Boschman decidió corroborar que varios premios solo buscan ganar dinero. Partiendo de la pregunta: “¿Nos podemos fiar de los premios ganados por los vinos?”, decidió escoger el peor vino que pudo encontrar en un supermercado, sustituir su etiqueta y enviarlo a concursar. La mezcla que costó 2,5 euros pasó como cualquier vino de calidad y los jurados no se dieron cuenta. El equipo que jugó la broma eligió el concurso internacional Gilbert & Gaillard y, contra todo pronóstico, recibieron la medalla de oro por su vino.
¿Cómo lo lograron? Siguiendo unas reglas estandarizadas que más que garantizar calidad garantizan patrones, algo parecido a una checklist o lista de requisitos. Abonaron 50 euros para participar, rebautizaron el vino con un nombre sofisticado, Le Château Colombier, y enviaron un análisis de laboratorio con unos niveles de alcohol y azúcar alterados pues sabían que en realidad nadie corroboraría la autenticidad de estas cifras. “¡Podríamos enviar lo que queramos!”, dijeron. El jurado describió el vino como: “Paladar suave, afilado y rico con aromas limpios y juveniles que prometen una agradable complejidad. Muy interesante”.
Un sumiller colombiano que conoce la industria lo corroboró: “Pasa todo el tiempo, no te fíes de las opiniones de los «expertos». Es lamentable: o tienes suerte o pagas, así funciona. ¿No pasa lo mismo en tu campo del periodismo?”. Su pregunta me hizo pensar en la infinitud de premios que se crean en los distintos saberes y profesiones. Ya es un hecho que vivimos saturados de premios. Premios que seguramente se crean con buenas intenciones, pero que terminan por convertirse en pequeños nichos en los que ganan siempre los mismos, para después volverse jurados y premiar a los que antes los premiaron.
Sin embargo, el asunto de fondo no es solo la endogamia de los premios y el “yo te ayudo, tú me ayudas”. Algo de eso siempre hay, pero la razón de más peso es otra: para dar una sensación de objetividad creamos más y más criterios sin saber qué es lo que hacen, ni cómo se ponderan, ni de dónde salieron. Pero el arte no es ciencia y lo único que terminamos haciendo es crear rúbricas y más rúbricas y luego rúbricas de las rúbricas. Así, en ese afán por sonar serios y objetivos terminamos por desgarrar un objeto hasta desvanecerlo. Como van las cosas, no deberíamos sorprendernos de que surjan premios de premios y rankings de rankings.
Claro, en una época de flujos excesivos de información, no es asombroso que andemos desesperados por encontrar sistemas que nos permitan orientarnos. Pero querer buscar sistemas no significa encontrarlos. La pérdida de confianza en el juicio humano y su reemplazo por rúbricas no nos lleva necesariamente a mejores resultados. No estoy diciendo que no sean deseables las mediciones, ni las acreditaciones, ni los procedimientos, ni los rankings, ni todos los demás etcéteras. Solo estoy diciendo que la prudencia, la sabiduría o el buen criterio no son reemplazables por formularios.
El otro día, por ejemplo, me enteré de que en algunas facultades de arquitectura no evalúan el valor estético de los proyectos. Al parecer, me dijeron, la estética no se puede medir. Quedé desconcertada. ¿Qué será entonces esa tristeza que atraviesa el alma cuando uno alza la mirada y observa el estado actual de la capital? Un día nos levantamos y, como pasó con Le Château Colombier, estamos leyendo que Bogotá se ganó el premio a la ciudad más linda del mundo. Y capaz que, haciendo caso omiso a nuestros ojos, además salimos a aplaudir.