De los crímenes que logran pegar en la agenda mediática, varios llevan de protagonistas a los “empresarios”. Una búsqueda rápida en titulares me arrojó, entre muchos otros, estos, al mejor estilo Q’Hubo: “La víctima de sicarios era un comerciante con anotaciones penales por tráfico de estupefacientes, estafa y extorsión”, “Un poderoso empresario de esmeraldas es asesinado por un francotirador en Bogotá”, “Cámaras de seguridad registraron el momento exacto en el que un sicario se acerca por la espalda a un empresario y le dispara”.
En esas narraciones, la figura del empresario termina siendo el sinónimo elegante, sugerido por el contexto, de lo ilícito: enriquecimiento rápido, negocios turbios, vínculos con el contrabando o el narcotráfico. La categoría “empresario” absorbe todo: desde el narco que invierte en un club privado hasta el comerciante señalado de extorsión. No importa si se trata de un contrabandista o de alguien con historial delictivo; al final, el titular lo cubre con “empresario” o “comerciante”.
Recuerdo con especial nitidez un titular que apareció después de que finalizara la asamblea de la ANDI en Cartagena: “El historial del empresario del sector lechero acribillado en un parqueadero de Medellín”. La nota recordaba que, en 2017, el empresario acribillado había tenido que aclarar que no era ni paramilitar ni “líder del cartel de Bogotá”. El contraste era notorio: en Cartagena, los empresarios con trajes y tenis discutiendo sobre competitividad; el otro, el “empresario” de crónica roja.
Al relato mediático del empresario se suma el discurso político. Para el presidente Petro, en términos estructurales, los intereses de los empresarios se presentan como opuestos a los de los trabajadores: la explotación de unos es la ganancia de los otros. En esa lógica, los gremios empresariales habrían rechazado la reforma laboral porque buscaba reducir la jornada de trabajo. Negarse a aprobarla, afirmó entonces, era perpetuar la precarización: “así se quema una nación: explotar una fuerza de trabajo quema una nación. Así no es como se produce la riqueza”. En su narrativa, el empresario aparece como el explotador, la élite desconectada que defiende privilegios en nombre de la productividad.
El problema es que la respuesta de los empresarios no logra escapar de esa trampa. Ante las críticas, suelen insistir en que son ellos quienes producen riqueza, quienes sacan a la gente de la pobreza, quienes “generan empleo”. Pero ese relato se queda corto: hablar de “dar trabajo” suena más a favor concedido que a transacción, más a limosna que a responsabilidad compartida. Y la riqueza nunca, pero nunca, la crea en solitario “el empresario”. Así, en lugar de desmontar la imagen del empresario oscuro, la terminan reforzando: el que explota, el que acumula, el arrogante y egoísta.
De ahí la urgencia de un cambio narrativo. En Colombia conviven tres relatos sobre el empresario: el mediático, que lo asocia con la criminalidad; el político, que lo pinta como élite explotadora; y el empresarial, que se limita a repetir que “genera empleo”. Mientras este último no se reformule, el empresario seguirá atrapado entre la caricatura del delincuente y la del enemigo de clase. Antes que nada, necesitamos redefinir el relato. Solo así podrán asumirse como algo más que empleadores: actores capaces de movilizar conocimiento, invertir en innovación, ciencia y educación, y arriesgarse en agendas colectivas como la sostenibilidad, la democracia o la seguridad energética. Ningún país ha avanzado en ellas sin empresarios dispuestos a redefinir el futuro.