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En defensa de Springer

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Catalina Uribe Rincón
17 de septiembre de 2015 - 04:00 a. m.
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Llevamos ya más de un mes en el que tanto medios de comunicación como líderes de opinión han seguido críticamente el caso de los contratos de Natalia Springer con la Fiscalía.

En casi todos los artículos y comentarios que he leído hay una alusión al nombre “verdadero” de la analista política, acusándola de impostora y arribista por haber cambiado su apellido. La revista Semana, en su edición pasada, se refirió al cambio de nombre como un detalle anecdótico, pero igual reiteró que varios de quienes trabajaron con Springer quedaron “sorprendidos con el hecho de que hubiera cambiado su identidad”.

Pero, si es un mero detalle anecdótico, ¿por qué todos lo nombran y muchos lo han vuelto el centro del debate? ¿Qué hace que un acto tan legal y corriente como cambiarse el nombre genere tanta repulsión en la opinión pública? Si el cambio hubiera sido al revés (de Springer a Lizarazo), o si se lo hubiera cambiado por un apellido “más autóctono” como Tibaquichá o Bocarejo, ¿estaríamos igual de indignados por la nostalgia de ese “auténtico y verdadero yo”?

Las falacias ad hominem consisten en desacreditar una afirmación o un comportamiento atacando a quien lo emite. El caso de Springer es un claro ejemplo de estas falacias, pero con un agravante, y es que cambiar el apellido no debería ser motivo para denigrar a alguien. En Colombia miles de colombianos lo hacen y muchas mujeres, como en este caso, lo hacen para adoptar el apellido de su pareja (ideal sin el “de”, pero si lo quieren con la preposición es su vida y su problema).

Lo que parece indignar a la prensa es que el apellido sea estadounidense o europeo. ¿Pero es que acaso hay nombres que nos hacen más colombianos que otros? ¿En qué consiste la “colombianidad” de un nombre? El apellido que cada quien tiene es algo tan arbitrario y fortuito como la nacionalidad y por lo mismo debería poder ser alterable. Los contratos públicos deben interesarnos, pero que un apellido extranjero tenga un efecto social, bien sea para bien o para mal, nos muestra que todavía no hemos superado la colonia.

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