Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Cuando Whoopi Goldberg dijo que, si la generación Z solo quiere trabajar cuatro horas, les va a ser muy difícil pagar una casa, casi la cancelan. Esto hace parte de una discusión global sobre si los jóvenes recién graduados no quieren trabajar o si, por el contrario, están exigiendo las condiciones dignas que mi generación y las anteriores no hemos sabido demandar ni “valorar”.
Un estudio del portal Intelligence.com encontró que, en 2025, uno de cada ocho gerentes evitaría contratar personal recién graduado. La razón: los consideran faltos de carácter, poco preparados para el mundo laboral, y sin idea de cómo vestirse. Uno de los datos más curiosos: uno de cada diez gerentes ha tenido que entrevistar a candidatos que llegaron acompañados de su padre o madre.
Me ha llamado la atención que muchos estudiantes que están haciendo sus prácticas –y a quienes acompaño como consejera– están muy preocupados porque sus jefes les escriben después de las cinco de la tarde, porque deben trabajar ocasionalmente los fines de semana, o porque sus supervisores no responden correos de inmediato para solucionarles cosas.
En una mesa redonda con The Hollywood Reporter, Jodie Foster se quejó de que la gente joven no llega temprano al trabajo y no se preocupa por la gramática. Sin embargo, también reconoció algo positivo: “Se sienten cómodos diciendo no”, saben poner límites y expresar lo que les gusta y lo que no –cosas impensables cuando ella era joven.
Sin duda, ha habido un cambio. Bueno para unos casos, pero insensato para otros. Petro, que como las nuevas generaciones solo sabe llegar tarde, insiste con algo de razón en ciertas regulaciones laborales. Sin embargo, en su afán de ser el protagonista en lugar de ayudar al país, ha caricaturizado el debate. Y así, entre los mensajes sobre salud mental, reformitis laboral y productividad se está desdibujando en los más jóvenes el sentido común del trabajo.
Mi consejo para quienes se quejan es que apelen a la sensatez. No es lo mismo un trabajo en un call center, en una portería, o un turno médico –fácilmente medibles en horas– que uno creativo por proyectos. Les pongo el ejemplo de mis clases: si debo dictar clase los lunes y, por algún motivo, necesito prepararla el domingo, no voy a pelear por una recarga de festivo. Si surge un lío después de las cinco de la tarde relacionado con una investigación, lo reviso; no suelto el lápiz, como dicen algunos en cargos públicos.
Lo que necesitamos no es una generación más obediente ni una más rebelde, sino una que entienda que el trabajo no es enemigo de la vida, ni tampoco su único sentido. No se trata de romantizar la explotación ni de defender el “aguante” como valor. Se trata de formar jóvenes con juicio, capaces de negociar límites sin perder compromiso, de decir “no” cuando toca, y también de decir “sí” cuando vale la pena.
La sensatez no se enseña por currículo ni se impone por decreto: se aprende a fuerza de criterio, de conversación, de lectura y de experiencia. La paradoja es clara: mientras más se habla de bienestar, más ansiedad se produce. Mientras más se regulan los horarios, menos capacidad de autogestión tienen los nuevos trabajadores. La sensatez, en tiempos de ruido, no debería ser un lujo. Pero si seguimos educando trabajadores que necesitan un manual para respirar, y emprendedores mantenidos artificialmente por sus familias, no tendremos PIB para financiar ni un solo subsidio más.
