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En días pasados generó controversia la imagen de Mocoa que eligió este diario para su edición dominical. La imagen muestra a un bombero con cara de desolación cargando el cuerpo de un niño, al parecer muerto, completamente cubierto por el lodo. En general, las voces críticas reprocharon la foto por ser fuerte, amarillista y poco fiel a lo que se debía representar. Quienes, por el contrario, defendieron la publicación hablaron de la importancia por presentar “la crudeza de la realidad” a través de la imagen.
El debate sobre las imágenes que deben o no mostrar los medios es viejo y resurge, especialmente, en tiempos de guerra, catástrofes o tragedias. De hecho, hace dos días se dio la misma discusión a partir de las imágenes de niños afectados por los ataques con gas en Siria. Los distintos códigos periodísticos son ambiguos. Unos advierten que el periodista debe conocer el doble poder de la foto que, aunque puede explicar mejor la historia, también puede distorsionar la verdad. Otros dicen que toda imagen es legítima, mientras no tergiverse la realidad.
Pero, ¿qué es esa verdad o realidad ulterior a la foto de la que todos parecen tener conocimiento? ¿Acaso puede existir una interpretación de la realidad separada de quien mira la foto? El problema con la forma como tradicionalmente se ha planteado el debate es que se le deja toda la responsabilidad a la fotografía y al periodista, como si la carga moral no recayera también en el espectador. Una imagen, como la del niño cubierto en lodo, es altamente persuasiva no por el realismo adscrito, sino por lo que produce en nosotros. La fotografía pone a prueba qué tan vulnerables somos a la crueldad y al sufrimiento.
Es importante y necesario que la controvertida foto circulara, precisamente porque nos ayuda a pensar que la preocupación por la fotografía debe ser por la acción que provoca en el espectador, por la identificación que permite, y por los ciudadanos que ayuda a crear.
